Herederos de la tormenta

Capítulo 19: Nos hundimos

El camino a Atzopan fue tortuosamente lento. Alioth no entendía por qué no habían construido un umbral que llegara directamente a la aldea. Algunos aire entrenados como guardianes conocían un paso en territorio de agua que los fuego aún no habían tomado, pero el viaje era largo y no podían usar coches sin llamar la atención. Así que irían por el umbral cercano al paso tres —el que quedaba más próximo a la aldea— y de ahí continuarían a pie.

Al cruzar, se encontraron con una cerca de cemento en cuyo centro se abría la puerta del umbral. Más allá, un camino de tierra se perdía entre la vegetación verde.

Elian caminó a su lado, en silencio, mientras Ysolde, Daliah y Ronan conversaban y reían unos pasos atrás.

El aire fresco en su rostro le trajo un falso alivio, pero la preocupación por su familia y la creciente duda sobre Deneb no lo abandonaban. ¿Esto realmente era una guerra? Sí, su vida había cambiado, pero los lujos seguían ahí; no eran ellos quienes enfrentaban a los fuego, sino los guardias. El rey seguía actuando como si todo fuera un berrinche pasajero. ¿Así se veía un levantamiento?

—¿Eso es humo? —preguntó una de las chicas.

Alioth alzó la vista. Desde detrás de unas colinas, en dirección a Atzopan, se elevaba una columna oscura.

No esperó órdenes. Echó a correr cuesta arriba, con el corazón golpeándole las costillas. Escuchó voces llamando su nombre y pasos siguiéndolo, pero nada importaba. Solo podía pensar en su familia.

Al llegar a la cima, el aire se le fue de golpe.

El lugar que había llamado hogar era ahora un esqueleto de cenizas. Las casas, apenas estructuras carbonizadas; el pasto verde, reducido a tierra negra; incluso los pequeños ríos estaban cubiertos por una película oscura y grasienta. El humo aún se enroscaba en el aire, mezclándose con el olor acre de lo quemado, tan intenso que raspaba la garganta.

El silencio era lo peor. Solo se escuchaba el crujido distante de alguna viga derrumbándose y el silbido del viento arrastrando cenizas.

Los fuego se habían ido hacía poco. Tenían que haberse ido hacía muy poco.

Alioth bajó corriendo la colina, sintiendo cómo el aire, aún caliente, le golpeaba el rostro. A lo lejos le pareció escuchar gritos… o tal vez era solo su mente, negándose a aceptar el silencio.

¿Por qué?

Era la única palabra que podía formular.

Si cerraba los ojos, aún podía ver su aldea como la recordaba: los aldeanos paseando entre las casas, el olor a pan recién horneado mezclado con el aroma a tierra mojada después de la lluvia.

Sus piernas cedieron y cayó de rodillas.

Esto no puede estar pasando.

Pero sí lo estaba. Y lo peor era que no sabía si su madre, su padre o Mara estaban vivos.

—Al… ven —la voz de Elian lo sacó de golpe de su estado—. Iniciemos la búsqueda, puede que hayan escapado.

Ronan y Elian lo tomaron de los brazos y lo ayudaron a ponerse de pie.

—Hay que empezar a buscar alrededor —dijo uno de los guardias, un hombre mayor y con porte de veterano—. Dividámonos. Cubriremos los cuatro puntos cardinales para que sea más eficaz. Esto pasó hace poco, no deben de estar muy lejos.

Todos asintieron y formaron grupos. Alioth, Elian, Ronan, Ysolde, Daliah, cuatro guardias y tres chicos de aire partieron hacia el sur.

Pero cuanto más avanzaban, más cambiaba el paisaje. El terreno se volvía hostil, cubierto de matorrales con espinas que desgarraban la ropa, el agua desaparecía y el pasto se tornaba seco. Alioth ya no reconocía el lugar.

Hasta que, al cruzar un recodo, apareció otra aldea. Era más pequeña que Atzopan, las casas humildes y gastadas. A lo lejos, un río cristalino serpenteaba, como si nada hubiera ocurrido, y Alioth notó que debía estar conectado con los que atravesaban su pueblo.

—¿Alguien seguirá viviendo aquí? —susurró Ysolde, escondiéndose instintivamente detrás de Ronan.

El silencio era total.

—Iré a revisar —dijo uno de los chicos de aire.

Se adelantó con pasos cautelosos, llamando suavemente hacia las casas. Nadie respondió. Tocó una puerta, esperó… y entró. Luego pasó a la siguiente, y a la siguiente.

Nada.

Ni un solo alma.

El chico regresó y se unió al grupo, mirando hacia la aldea vacía.

—Parece que evacuaron de emergencia —dijo—. Supongo que, al ver lo que pasaba con Atzopan, huyeron.

Alioth no supo si sentir alivio… o rabia porque no ayudaron a su gente.

—Regresemos —propuso otro chico—. No es posible que hayan pasado por aquí.

Todos estuvieron de acuerdo, excepto Alioth. Él quería seguir buscando. Quería creer que su familia había ayudado a los aldeanos y que juntos habían escapado. Pero más al sur estaba la frontera con el estado de Fuego… ¿y si se desviaron? Aun así, guardó silencio y siguió al grupo.

Cuando volvieron, dos grupos ya habían regresado. Por las rutas que cubrieron, la huida era imposible: o el terreno era demasiado abierto y peligroso, o estaba cubierto de fango impenetrable. Solo quedaba esperar al grupo que había ido al norte.

Alioth no podía estarse quieto. Caminaba de un lado a otro y se mordía las uñas, un hábito que ni los regaños ni los castigos de la reina habían logrado quitarle.

—Ali, cálmate —dijo Daliah con tono dulce—. Recuerda que ahora nosotros somos tu familia.

No lo dijo con mala intención, lo sabía… pero el comentario le encendió una rabia silenciosa. Había vivido años en un palacio con lujos y educación, pero nada reemplazaba a sus padres, que lo habían acostado entre los dos cada noche y le habían dicho cuánto lo amaban.

—Lo que Daliah quiso decir —intervino Elian, apartándole la mano de la boca— es que, pase lo que pase, no estás solo.

—Eso es correcto —añadió Ronan—. Estamos contigo.

Alioth les sonrió, aunque el nudo en su estómago no cedió… hasta que vio al grupo del norte regresar. Uno de ellos llevaba una mochila quemada.




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