Alioth sintió una punzada en la cabeza que lo hizo despertarse. Cuando abrió los ojos, la habitación estaba oscura, pero de entre las cortinas se filtraba la luz de la luna, dejando un halo plateado que parecía burlarse de su cansancio.
Sus ojos se adaptaron rápido a la penumbra, aunque aún sentía pesadez en todo su cuerpo. Se obligó a levantarse, como si quedarse acostado fuera una rendición.
Entonces, las imágenes borrosas lo golpearon. El fuego, el escudo, Deneb. Su cuerpo en pie frente a él, indiferente, con esa mirada gris que alguna vez había buscado consuelo en la suya. Ahora, esa misma mirada lo había condenado.
La comprensión lo asfixió de pronto: esto ya no era un simple conflicto, era una guerra. No eran entrenamientos ni rumores de rebelión, era real. Ellos querían matarlos. Los fuego querían venganza, querían que se rindieran, que se humillaran. Y lo peor de todo: Deneb ya no era su amigo. La traición ardía como lava en su pecho, mezclándose con una tristeza insoportable.
Cuando abrió la puerta, la luz del pasillo lo cegó, y una voz demasiado alta retumbó en su cabeza.
—¡Estás despierto! ¿Qué haces parado? — dijo Daliah.
—No hables tan alto, Dali… — gruñó Alioth, con la voz áspera — mi cabeza va a explotar.
Ella corrió hacia él, seguida de Elian y Ronan. Ysolde no estaba por ninguna parte.
—¿Qué pasó? — preguntó Alioth mientras Elian lo ayudaba a regresar a la cama.
—Al crear la explosión contra Deneb, tu energía elemental se agotó y tu cuerpo colapsó — explicó Elian con calma —. No estás entrenado para usar el fuego, tu energía se consume más rápido.
Alioth se dejó caer en el colchón. Ronan encendió la luz y las punzadas en su cabeza se hicieron insoportables.
—No sabía que podía gastar energía elemental — murmuró Alioth, cubriéndose los ojos con el brazo.
—Nosotros tampoco — dijo Ronan, con un dejo de burla —. Aunque claro, nuestro amigo nerd siempre lo supo y nunca nos dijo nada.
Elian resopló. Alioth podía imaginarlo lanzándole una mirada de fastidio.
—Si todos ustedes leyeran, aunque sea una página, no tendría que explicarlo — dijo Elian, molesto —. Pero eso no importa ahora. Al, ¿cómo te sientes?
Alioth sostuvo la pregunta en silencio. ¿Cómo se sentía? Su cuerpo estaba agotado, sus músculos dolían, la migraña lo taladraba. Pero nada de eso se comparaba con la opresión en el pecho. Había perdido todo en un solo día: su familia, su hogar… y a Deneb.
Quiso responder “bien”, pero la palabra no le salía. Sería una mentira demasiado pesada incluso para él.
—Al… — la voz dulce de Daliah lo sacó de sus pensamientos. Le acarició el cabello con ternura, aunque su voz se quebró —. Sé que no estás bien, y lo siento. Solo quiero que recuerdes algo… estamos aquí contigo, ¿bien?
Alioth asintió en silencio. Pero dentro de él, la soledad rugía más fuerte que nunca.
Durante los dos días siguientes, Elian se encargó de acompañarlo y no dejarlo solo. Alioth se lo agradecía, pero cada vez que cerraba los ojos, las lágrimas escapaban sin control. No había sollozos ni hipidos, solo un llanto silencioso que corría por su rostro. Y, en el fondo, deseaba estar solo para que nadie notara lo roto que estaba.
No dejaba de preguntarse si tenía derecho a llorarlos como familia. Apenas había compartido tiempo con ellos; en realidad había escrito más cartas a Mara que a sus propios padres. Ese pensamiento lo desgarraba aún más, y cada vez que lo recordaba, las lágrimas volvían a salir.
Hubiera seguido encerrado en su silencio de no ser por el alboroto que estalló afuera... y por la puerta que se abrió de golpe.
Ysolde entró como si la habitación le perteneciera, trayendo consigo el murmullo del pasillo.
—Sé que estás muy triste, Al — anunció con total naturalidad mientras caminaba directo al armario —, pero ya es hora de levantarse. No puedes quedarte aquí hundido.
Elian, que estaba sentado junto a la ventana con un libro de historia extranjera en las manos, la miró por encima de las páginas con una ceja arqueada.
—Eso no reconforta a nadie, Ysi — comentó, seco.
Ella lo ignoró y empezó a revolver entre la ropa de Alioth, murmurando con desaprobación.
—¿Por qué no hay nada digno aquí? Con razón estás tan deprimido... — se quejó, sacando prendas como si inspeccionara un baúl de tesoros mal cuidados.
—Ysolde — regañó Elian, ya con fastidio.
Alioth, resignado, se incorporó con desgano. No sabía si lo irritaba más el ruido de abajo o la forma en que Ysolde se movía por su armario como si fuera suyo.
—¿Qué pasa afuera? — preguntó finalmente, antes de que su paciencia se agotara.
Por supuesto, Ysolde no necesitó que se lo pidieran dos veces.
—Un grupo ha llegado. Dicen ser de uno de los reinos de Asia, no especificaron cuál, pero creo que son de China o de Corea. ¡Por fin alguien distinto! — exclamó, sacando unos pantalones blancos de lino y una camisa azul con bordes dorados. — No es el atuendo ideal, pero servirá.
Elian dejó su libro sobre la mesa.
—¿Y qué hacen aquí? — preguntó, interesado.
Ysolde se giró hacia Alioth, y por primera vez desde que entró su mirada se suavizó.
—Vienen a ayudarnos.
Alioth no quiso levantarse; en realidad, solo quería que alguien viniera a degollarlo y terminar con todo. Pero tratándose de Ysolde, la idea no pasó desapercibida. Con su testarudez habitual, llamó refuerzos: Ronan y Daliah. Entre los tres lo sacaron de la cama y lo mandaron directo a bañarse.
Gracias a los dioses, la absurda sugerencia de Daliah de que Elian entrara a supervisarlo fue descartada, con la condición de que no tardara más de quince minutos. Por supuesto, Alioth salió media hora después.
Ahora estaba de pie en medio de sus amigos, observados como si fuera una especie rara de museo.
—¡Te ves tan guapo! —exclamó Daliah con ojos brillantes.
—De nada —intervino Ysolde, orgullosa, con las manos en la cintura.