Herederos del Caos

Capítulo 2.

El carruaje siguió su ruta, llevándola hacia el corazón bullicioso del distrito comercial, donde los edificios de adobe cedían el paso a estructuras más imponentes de piedra y mármol, símbolos del poder y la riqueza. «Espero nunca acostumbrarme a este lugar», pensaba Mitra, siempre maravillada por este sitio, hermoso y organizado. Los callejones perfectamente alineados uno frente al otro con una equidistancia perfecta, una simetría evocadora.

Ahora las personas en la calle vestían elegantes atuendos, hermosos vestidos y accesorios con joyas equivalentes a su estatus social, según ellos. Mitra suspiró. Estaba cerca de llegar a su destino, el Gran Salón de las Siete Columnas, un lugar reservado para las transacciones más importantes y las visitas diplomáticas.

Este era el mundo al que pertenecía. Ser comerciante le brotaba desde muy dentro de su ser, y le encantaba.

Mientras el cochero maniobraba el carruaje en el concurrido patio del imponente edificio, un guardia de aspecto severo se acercó a la ventanilla. Su rostro era un mapa que parecía llevar a la preocupación, aunque no por el contenido del mensaje, sino por el nerviosismo de dirigirse a Dama Mitra Ishtar.

—Dama Mitra Ishtar —dijo el guardia, su voz baja y apremiante—. Sus padres me han pedido que le comunique un mensaje. Parece que era algo urgente, si pudiera...

Mitra frunció levemente el ceño. Pensó en su madre, que a veces exageraba la "urgencia" cuando quería discutir sobre la elección de alguna seda nueva o la fecha de una fiesta. O en su padre, que siempre encontraba el momento menos oportuno para hablar de un nuevo cargamento de dátiles. Con la mano aún sobre la ventanilla, levantó un dedo, interrumpiendo al guardia con un gesto firme.

—Agradezco su diligencia, guardia —dijo con una cortesía pulcra que no dejaba lugar a discusión—. Tengo una reunión crucial con el emisario de Babilonia. Un asunto de estado, si lo prefiere. Ya me ocuparé de ello más tarde. Mis padres saben que mi tiempo es el de Persia en este momento.

El guardia asintió, su rostro inexpresivo. Simplemente se limitó a seguir la orden.

—Como ordene, Dama Mitra Ishtar —se retiró, dejando a Mitra con una leve punzada de inquietud que, por el momento, aparcó en un rincón de su mente. Tenía su mente fija en la tarea que tenía por delante.

Descendió del carruaje con la gracia habitual, su vestido color azafrán ondulando a su alrededor como una bandera de su poder. Subió elegantemente los escalones frente a la embajada y avanzó con paso firme por los corredores. Los demás presentes no ignoraban la presencia de la Mercader de Mercaderes paseando por los pasillos amplios y lujosos.

Giró una vez a la izquierda y ahí, en el umbral del Gran Salón, el emisario babilonio la esperaba. Era un hombre de mediana edad, con vestiduras lujosas y una barba impecablemente cuidada, sus ojos oscuros parpadeando con una cortesía bien ensayada.

—¡Lady Ishtar! —exclamó con una sonrisa amplia y pulcra, extendiendo una mano con la palma hacia arriba en un gesto de bienvenida—. Es un honor inmenso recibir a la figura comercial más influyente de Persia. Su reputación la precede; Lady Ishtar es, sin duda, una leyenda en los bazares y en los puertos, ¡claro está! No solo su belleza es famosa, sino que es tan capaz como sagaz. Yo, el embajador imperial de Babilonia, Sin-iddinam, me complace enormemente reunirme con semejante personalidad en este hermoso salón...

Mitra asintió, esbozando una sonrisa forzada en su rostro, encantadora sin duda. Una de esas que tantas veces había practicado delante del espejo. Ignoró por completo lo que el hombrecillo seguía diciendo; solo tenía un pensamiento: «No me está tomando en serio». Concluyó: «Lady Ishtar... Por supuesto que no lo hace». El enojo comenzó a brotar y sintió una pequeña fricción. Omitió su título y parte de su nombre; era un gesto sutil, pero claro para ella. «No me ve como una autoridad real».

—Emisario —dijo Mitra, su voz clara y melódica, con una cortesía que apenas velaba un pequeño aguijón, interrumpiendo con gran delicadeza a su invitado. Se acercó lentamente a la silla que estaba delante del gran escritorio, detrás del cual se encontraba protegido el emisario. Se sentó con lentitud mientras seguía hablando—. Le agradecería si me llamara por mi título y nombre completo. Usted me ha honrado con su título, y es solo básico en nuestra profesión corresponder a esa formalidad. Soy Dama Mitra Ishtar. ¿O acaso en Babilonia la educación es diferente a la de aquí?

El semblante del emisario cambió imperceptiblemente. La sonrisa se tensó, los ojos se estrecharon. La cortesía pulcra se desvaneció, reemplazada por una frialdad calculada, casi a la defensiva. Su voz, aunque aún educada, se volvió más cortante y directa, despojada de cualquier adulación. Le afectaron estas palabras; no estaba acostumbrado a que lo desafiaran. «Qué cristalino», pensó Mitra.

—Mi Dama Mitra Ishtar —replicó, el título completo sonando ahora como una corrección forzada, casi un escupitajo—. Mis disculpas por la omisión. No me malentienda, no es común en Babilonia que las damas de la casa sean quienes conduzcan las riendas del imperio comercial. Creí que traería un acompañante con usted, ya sabe, para hacer más serio nuestro acuerdo.

Mitra sintió un ramalazo de furia ante las declaraciones del emisario, pero mantuvo su expresión impasible. Alterar sus emociones no estaba permitido; esto era una batalla y esa no era la forma de ganar. Pero no podía negarlo, estaba cansada de lo mismo de siempre.

—¿Sí? Déjeme informarle que ni mi padre ni mi prometido son necesarios para esta negociación, Emisario. Mis tratos y mi palabra son suficientes. Quizá en Babilonia la visión de la mujer sea diferente, pero aquí, en Persia, los méritos hablan por sí solos. Y los míos, le aseguro, son ensordecedores. —Le dedicó una mirada larga y profunda al emisario, analizando sus gestos, sus movimientos oculares y el creciente sudor en su frente. Aunque seguía molesta, tenía el control de la situación, y eso era suficiente para apartar lo demás de su mente.




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