Herederos del Caos

Capítulo 3.

Se acomodó en los mullidos cojines y sintió el leve tirón de los caballos al ponerse en marcha. La ciudad bulliciosa se extendía a su alrededor. El viaje de regreso transcurría en un silencio cómodo, roto solo por el suave traqueteo de las ruedas contra el empedrado. Después de un rato, el conductor, con una voz monótona y desinteresada, rompió el silencio.

—Por cierto, Dama Mitra Ishtar —dijo, como si se acordara de un detalle trivial—. El guardia me dijo que sus padres querían verla en su casa. Parece que la necesitan para algo.

El mundo se detuvo. Mitra se sobresaltó, la sangre se le heló en las venas. Su mente, antes tan nítida y controlada, se nubló por un pánico repentino. La "leve punzada de inquietud" que había aparcado se convirtió en una espada helada en su pecho.

—¡Detén el carruaje! —ordenó, alzando la voz mucho más de lo que desearía, cargada de una autoridad que hizo al cochero tirar de las riendas con brusquedad. El carruaje se detuvo con un chirrido.

—Repite lo que dijiste —su tono, ahora más bajo, era una orden, no una pregunta.

El hombre, temeroso por la repentina y drástica reacción de su señora, tartamudeó: —Sus... sus padres... querían que usted fuera a su casa. El guardia dijo... algo sobre algo urgente, Dama Mitra. —El guardia había querido decir «creo», ya que no le había prestado mucha atención al mensaje, pero decidió permanecer callado.

El rostro de Mitra palideció. La trivialidad que había asumido en la embajada se reveló ahora como una verdad aterradora. «Tranquilízate, te estás sobresaltando por nada», se decía, pero aquella no era una buena señal. Nunca lo había sido. Los ojos de Mitra se posaron en su conductor, sus pupilas dilatadas.

—¡Da la vuelta! —ordenó con una voz que era un rugido contenido—. ¡A la casa de mis padres! ¡Ahora! ¡Y rápido!

El cochero asintió y el carruaje dio un giro brusco, dirigiéndose a toda velocidad hacia la residencia de los padres de Mitra, la alegría del triunfo comercial desvaneciéndose en el humo de una nueva y terrible incertidumbre.

Mitra se reclinó contra los cojines, abrazando uno de ellos contra su pecho, su respiración agitada. Podía sentir el pulso martilleando en sus sienes. El conductor, asustado, ni siquiera la miraba por el retrovisor. «Quizá fui dura con él», pensó. Su reacción, tan repentina e intensa, podría haberlo asustado innecesariamente. Pero para ella, en ese momento, tenía toda la lógica del mundo. Cada vez que sus padres la citaban en casa con urgencia, la noticia era un golpe. No era la trivialidad de una nueva seda o un cargamento de dátiles, sino el presagio de algo mucho más sombrío.

Recordó la vez que su tío, un hombre recio y risueño con el que había crecido de niña, había sido llamado al ejército para luchar en la incesante guerra contra los bandidos de la frontera. Sus padres la habían reunido en el salón, sus rostros sombríos, sus palabras cargadas de una tristeza contenida.

O cuando era una niña y su gata, su pequeña y adorada compañera, había muerto de forma inesperada; sus padres la consolaron durante días, pero el recuerdo de esa conversación aún le oprimía el pecho.

Incluso asuntos importantes de negocios, como las interminables reuniones donde sus padres expresaban su escepticismo sobre Ardashir, convencidos de que él la quería solo por su dinero. «Sí, claro», pensó ella con un suspiro interno, «él, un noble, ¿querría a una simple pueblerina por dinero?».

«Como digan», fueron sus últimas palabras sobre ese asunto.

Una sonrisa amarga se formó en sus labios. Ardashir, su dulce y comprensivo Ardashir. Tan fuerte y amable. Tan diferente de los otros hombres en el consejo. Siempre dispuesto a escucharla, a entenderla, a apoyarla. Los demás podían creer lo que quisieran, pero ella sabía la verdad de su corazón.

A pesar de las tensiones iniciales, las reticencias de sus padres y la incomprensión de otros, ella y Ardashir siempre habían sabido cómo sortear los obstáculos. Todo había salido bien entre ellos. ¿Pero a qué venía esta urgencia ahora?

Tenía más historias de "urgencias" en casa de sus padres, pero no tuvo tiempo de pensar en una nueva cuando el carruaje se detuvo abruptamente frente a la humilde propiedad familiar donde a sus padres les gustaba vivir. Mitra apenas esperó a que la puerta se abriera.

Saltó fuera, su vestido azafrán volando a su alrededor, y corrió por el familiar camino empedrado hacia la entrada principal. Los jardines, usualmente impecables, parecían ajenos a su pánico, sus flores luciendo colores vibrantes bajo el sol de mediodía.




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