La segunda luna llena del mes de febrero estaba en lo alto del cielo humano, cuando una bola de fuego irrumpió en la calma de un mundo nuevo en el que, hasta entonces, solo habitaban las sombras de un lejano reino. Estas mismas fueron testigos silenciosos de cómo, frente a sus ojos, aquella bola compuesta de fuego, que en su caída logró partir en dos el mar Rojo, se extinguía, dejando detrás una espesa nube de humo tan oscuro como la materia que formaba sus cuerpos. Muchas lunas pasaron hasta que aquella espesa nube de humo se tornó el simple marco del primer signo de vida que aquella tierra fértil y ansiosa de ser poblada vería.
Del humo oscuro emergió la primera criatura creada de barro y polvo de estrellas: Lilith, la primera madre, quien había caído del reino de los cielos. Su belleza era a menudo descrita como una que cegaba e hipnotizaba a todo aquel que se atrevía a mirarla. Su piel de porcelana, sus labios carnosos y sus ojos azules, cada vez más oscuros, estaban enmarcados por un cabello largo, ondulado y tan negro como el cielo que la vio emerger.
Las sombras, curiosas y deslumbradas por la belleza de aquella criatura celestial, decidieron acompañarla y velar sus pasos, mezclándose en la noche sobre sus hombros y, en el día, en el anonimato de la ausencia de luz.
Los días pasaron y las impotentes sombras veían cómo la criatura celestial perecía frente a sus ojos: sus pies descalzos cansados, sus labios agrietados por la sed, su rostro empapado en arena, su piel desnuda, rojiza y sensible, y sus ojos perdiendo cada vez más luz bajo la inclemente estrella primogénita del universo y el más árido y cruel paisaje de aquella vibrante tierra. Frente a las sombras, la hermosa criatura empezaba a marchitarse.
Su desnudez fue, desde entonces, solo tapada por aquellas extrañas sombras que, alimentadas por el dolor que invadía su alma, permanecían siempre llenas y satisfechas. Fueron ellas quienes avisaron a Lilith de la caída de Hécate y de los ángeles que el rey Raciel había enviado en su búsqueda; fueron también ellas quienes mostraron a Hécate el camino hasta Lilith y la magia que la segunda luna llena del mes de febrero guardaba para ellas.
Hécate y Lilith caminaban juntas sobre el mar Rojo cuando los soldados del rey finalmente llegaron a ellas. La luna negra, silenciosa y estoica, se cernía orgullosamente sobre ambas, escondiéndose en el manto del cielo más oscuro conocido por la tierra humana, cuando los ángeles ordenaron a Lilith regresar con Adán y servirle tal y como era su propósito. Las dos lobas blancas que la magia de la luna negra había regalado a Hécate se unieron a las sombras, que parecían ahora haberse fusionado con la esencia misma de la primera madre, y defendieron a la Deva y a la humana del ejército del rey.
Los ángeles caían uno a uno, superados por la extraña, desconocida y letal magia que blandían las dos mujeres. Las lobas blancas, de miradas gris y roja, arrancaban ojos, cabezas y extremidades a su paso, mientras las sombras, desde dentro, parecían enloquecer a los ahora aterrados soldados. Muchas lunas pasaron y mucha sangre alimentó la tierra de los humanos antes de que la soberbia del rey del Reino de Cristal cediera, y fue así como un buen día el cielo se abrió, iluminando el descenso del arcángel más poderoso del reino de cristal, Miguel, quien traía para ellas, en nombre del rey Raciel, un trato que concedería a la primera humana y a la Deva su libertad.
Lilith debía renunciar a la capacidad de dar vida que las estrellas le habían cedido, y ambas debían exiliarse en un reino lejano e infértil y nunca más salir de él. Esas fueron las dos condiciones que, aconsejadas por los susurros de las sombras, Lilith aceptó sin dudar.
Lilith y Hécate fueron entonces escoltadas por los ángeles hacia el más antiguo portal de la tierra humana, uno que cruzaron de la mano, acompañadas de dos lobas blancas y una legión de sombras. Se abría, entonces, ante ellas un reino de lava y azufre: un cielo desprovisto de estrellas y un suelo ardiente y árido rebosante de las cenizas de éter que llovían de la luna, en el que los pies descalzos de las cuatro criaturas caminaron durante muchos siglos, antes de que el cielo de ónix fuera el escenario que marcaría el inicio de un reino que nace de esas mismas cenizas.
La historia de las dos primeras criaturas que se atrevieron a desafiar al rey Raciel y a su tiránico gobierno yacía escrita en diarios que permanecen, aún hoy, enterrados bajo las iglesias que sus hijas levantaron en su nombre. La descendencia, maldita por el Reino de Cristal, poblaba ahora un próspero y orgulloso reino en el que los exiliados construyeron el hogar y la vida que los ángeles y sus herejes maldiciones fallaron en arrebatarles. Y fue así como, frente a sus ojos, generaciones tras generaciones, nacidas del vientre de la primera madre, la Deva Hécate, y las lobas a las que las estrellas compensaron no solo con una, sino con dos mágicas reliquias que brillaban de diversos colores en el cielo del reino, crecieron y se hicieron cada vez más fuertes.
Los ángeles, entonces, cegados por la envidia de no tener acceso a la magia del éter como las hijas de Lilith, ni a los placeres que las estrellas regalaron a los humanos, dedicaron su vida a formar un imperio capaz de reprimir a todos los demás, infundiendo miedo y terror en el reino humano y formando alianzas para menguar la magia en el reino de los exiliados. Obligaron a los humanos a arrodillarse ante ellos y adorarlos como sus dioses y salvadores; les hicieron creer, ante el silencio absoluto del reino de las estrellas, que ellos eran sus creadores y quienes decidirían su juicio final. Llenaron, a su vez, cada rincón del reino de serafines que se encargaban de menguar a los hijos de las lunas del reino de fuego, evitándoles el acceso a los humanos, quienes eran por excelencia su principal fuente de alimento, y lo justificaron ante los demás reinos como un acto de protección de las criaturas más vulnerables del universo. Sin embargo, en el suelo de la iglesia de las sombras, Lilith se había encargado de esconder la verdad que heredarían sus hijas y las hijas de sus hijas.