Herencia de Sombras

Capítulo 2: Días Silenciosos

Los primeros días en la mansión pasaron como nubes lentas en el cielo. El tiempo, aunque medido por los relojes antiguos colgados en las paredes, parecía moverse diferente allí dentro. Cada hora tenía el peso de una ceremonia. Cada gesto, una coreografía aprendida.
Mi rutina era exacta. Me levantaba antes del amanecer, hacía los chequeos de seguridad junto al equipo interno y me apostaba frente a la puerta de Kael. A veces él aún dormía cuando yo ya estaba en posición. A veces no lo veía en todo el día.
Kael no hacía mucho. No salía del recinto más allá del invernadero o la biblioteca privada. Leía interminablemente —libros con cubiertas de cuero, con letras doradas y marcadores de tela. Escuchaba música clásica o cantos de otros tiempos en un antiguo reproductor que sonaba suave, como si temiera romper el aire. Caminaba descalzo a veces, hablando consigo mismo, o simplemente se quedaba inmóvil mirando por la ventana.
Jamás me dirigía la palabra si no era necesario. Y cuando lo hacía, era con esa voz baja y elegante que sonaba más como una orden disfrazada de curiosidad. Me observaba a veces, de reojo, como si evaluara mi temple. Nunca sonreía del todo.
Kael tenía 23 años. Era mayor que yo, aunque no lo aparentaba. Tenía un aire etéreo, casi irreal, como si el mundo real no lo tocara. Yo, en cambio, tenía 18, recién graduada, pero con cicatrices en los nudillos y recuerdos de entrenamiento en las calles más duras. Conocía la ciudad como la palma de mi mano, había lidiado con gente de toda clase. Era fuerte, rápida, decidida. Y, aunque nunca lo consideré importante, sabía que también era hermosa. Tal vez demasiado para una guardaespaldas. Pero en este mundo dominado por mujeres, la belleza no era una ventaja. Solo la fuerza y la destreza contaban. Y yo tenía ambas.
Kael no tenía eso. No tenía calle, ni experiencia, ni malicia. Pero tenía algo que a veces me desarmaba: inteligencia. Una inteligencia profunda, casi peligrosa. Y eso, curiosamente, era lo que más me intimidaba.
Una tarde, cuando regresaba del invernadero, se detuvo inesperadamente frente a mí. Era raro que me hablara fuera de lo estrictamente necesario.
—¿Siempre estás tan… recta? —preguntó sin mirarme, con la vista puesta en el ventanal.
—Estoy en servicio —respondí sin dudar.
—¿Y fuera del servicio también eres así?
Lo miré, pero no supe si debía responder. Mantenía las manos cruzadas detrás de la espalda, como si ni siquiera su cuerpo quisiera parecer demasiado abierto.
—No lo sé —dije finalmente—. Nunca dejo de estar en servicio.
Él giró lentamente el rostro hacia mí. Sus ojos eran intensos, pero no agresivos. Más bien curiosos, como si observara un espécimen nuevo.
—Interesante.
Se alejó sin más.
Y ahí quedé, con el eco de una palabra simple retumbando en mi pecho como si hubiera sido un elogio, o una advertencia.
A veces pensaba en cómo sería su vida si hubiera nacido mujer. Si pudiera caminar libre, entrenar, elegir. Pero no. Kael era una joya. Y yo, su sombra.
Me di cuenta de algo importante en ese silencio prolongado: yo era libre. Yo podía ser fuerte, podía tener un propósito, una meta. Él no. Y aunque el mundo parecía girar en torno a ellos, éramos nosotras las que teníamos el viento a favor.
Ese pensamiento me hizo sentir algo que no esperaba: orgullo de ser mujer.
Y a la vez, tristeza por él.



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En el texto hay: amor fantasía acción

Editado: 18.04.2025

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