Desde aquella noche, algo invisible pero firme se había instalado entre nosotros. Kael no volvió a mencionar el incidente, y yo tampoco lo saqué a relucir, pero ambos lo llevábamos en la piel. En sus ojos ya no había solo altivez, también había preguntas. Y en los míos, una atención distinta.
Las rutinas seguían igual: vigilancias, horarios estrictos, entrenamientos en la madrugada. Pero las miradas… eso era diferente.
Una tarde, mientras él leía junto a una ventana enorme que daba al jardín, rompió el silencio.
—¿Cómo es allá afuera? —preguntó sin mirarme.
No supe qué responder de inmediato. Me tomó por sorpresa. No solo por la pregunta, sino porque era la primera vez que iniciaba una conversación.
—Depende a qué te refieras —respondí, girándome hacia él desde mi puesto en la puerta—. ¿El clima? ¿La gente?
—La vida —dijo, bajando el libro—. El ruido, el movimiento. Las personas que no te conocen.
—Es… ruidosa, desordenada, hermosa, peligrosa… real —respondí, y me acerqué un poco, aunque manteniendo la distancia que el protocolo exigía—. Pero tú lo sabrías si salieras más.
Me miró con una expresión que no supe descifrar.
—¿Crees que no quiero? —su voz tenía un matiz de amargura.
—No lo sé. Solo veo lo que haces, no lo que piensas.
—Entonces no me ves en absoluto.
Esa frase me caló hondo.
Me senté, aún lejos, en el sillón más cercano. Romper el protocolo no estaba bien… pero algo dentro de mí ya no obedecía las mismas reglas.
—¿Por qué nunca saliste? —pregunté con suavidad.
Kael apartó la vista.
—Porque nunca me dejaron. Porque nací en una jaula de oro. Porque soy el hijo del hombre más poderoso del continente y mi vida vale más como símbolo que como ser humano.
Sus palabras pesaban como plomo.
—Eres hombre. Intocable. Hermoso. —Las palabras me salieron sin pensar. Luego, al ver su expresión, agregué con sinceridad—: Pero también estás solo.
Hubo un silencio largo entre los dos.
—¿Y tú? ¿Nunca te cansas de seguir órdenes? —preguntó, mirándome con atención nueva.
—A veces. Pero soy buena en esto. Me entrenaron para proteger, no para cuestionar.
—Eres demasiado hermosa para ser solo un escudo.
Lo miré, con un nudo en el estómago. Era la primera vez que alguien me decía algo así. En mi mundo, la belleza no era virtud. La fuerza, sí.
—Y tú eres demasiado inteligente para esconderte.
Nos quedamos viéndonos. Y en ese instante supe que la línea invisible que nos separaba estaba empezando a agrietarse.
Algo estaba cambiando.
Y no había vuelta atrás.
A partir de aquel día, nuestras conversaciones se volvieron más frecuentes, más sinceras. Siempre con el protocolo como telón de fondo, pero poco a poco los muros comenzaron a ceder. Era extraño. Kael, que parecía encerrado en sí mismo, empezaba a abrir puertas que ni sabía que tenía. Y yo… yo lo escuchaba.
Una noche tranquila, en la que la mansión dormía temprano por una inspección de rutina en el ala norte, Kael se quedó leyendo en la biblioteca. Me pidió que me quedara cerca, “por si acaso”, dijo, aunque sabíamos que no había peligro. Me senté en el suelo, espalda contra la pared, mientras él hojeaba un libro de historia antigua.
—¿Te molesta si te hago una pregunta personal? —dijo, sin levantar la vista.
—Depende de qué tan personal —respondí, sonriendo apenas.
Él cerró el libro con suavidad.
—¿Tu padre…?
Suspiré. Lo había imaginado tarde o temprano.
—No tengo. Como muchas mujeres de mi generación, fui producto de reproducción asistida. Solo somos mi mamá y yo.
Kael asintió lentamente.
—Eso pensaba. En realidad… me lo imaginaba. —Se quedó pensativo—. ¿Y cómo es? ¿Vivir con solo una figura? ¿Una madre fuerte como la tuya?
—Mi madre es… dura. Exigente. Fue militar antes de ser parte del gobierno. Nunca me trató como una niña. A los diez años ya entrenaba conmigo. —Hice una pausa, recordando su mirada severa, pero también su orgullo—. No es una mujer muy afectuosa, pero sé que me quiere. A su manera.
—Debe estar orgullosa. Eres fuerte. Más de lo que imaginé.
Lo miré con curiosidad.
—¿Y tú? ¿Tu madre?
Él bajó la mirada.
—Murió al poco tiempo de darme a luz. Nunca la conocí. Solo tengo algunas fotografías, y algunas historias contadas por sirvientas que la apreciaban. Pero no es lo mismo.
—¿Y tu padre? —pregunté, sabiendo la respuesta, pero queriendo oírla de él.
—El Primer Ministro. Un símbolo más que un hombre. —Frunció los labios, como si el título le pesara—. Me quiere, supongo, pero su forma de demostrarlo es mantenerme alejado de todo. Soy valioso, sí, pero no como hijo… como idea.
Lo observé. Había algo trágico en él. No era solo soledad, era ausencia de raíces.
—Tal vez por eso eres tan duro contigo mismo —le dije suavemente—. Nadie te enseñó a no serlo.
Kael me miró entonces con una intensidad que me hizo estremecer. Pero no fue una mirada de seducción o desafío. Fue una mirada de alguien que, por primera vez, se sentía visto.
—¿Tú crees que algún día podré salir? —preguntó casi en un susurro—. ¿Que podré ver el mundo por mí mismo?
—Si depende de mí, sí. Pero no va a ser fácil. Tu nombre pesa. Tu rostro también.
—¿Y tú? ¿No te pesa tener que protegerme todo el tiempo?
Lo pensé un momento.
—No. Porque por primera vez, proteger no es solo una misión. Es una elección.
Silencio.
Kael sonrió, una mueca leve pero real.
—Entonces tal vez no estoy tan solo como creía.
Y esa noche, en el silencio de la mansión, entendí que las grietas pueden ser el inicio de algo nuevo.
Y que algunas veces, la fragilidad compartida es más fuerte que cualquier muro.