El fin de semana llegó con una atmósfera pesada. La mansión se llenó de movimiento inusual, sirvientas en carrera, escoltas de seguridad reforzando entradas y cámaras activas en todos los pasillos. No hizo falta que me avisaran: alguien importante estaba por llegar.
Me encontraba en el vestíbulo principal cuando las grandes puertas de madera se abrieron y el Primer Ministro entró. Era un hombre imponente, incluso más que en las transmisiones oficiales. Alto, de complexión sólida, cabello canoso y peinado con precisión quirúrgica. Sus ojos grises, no mostraban calidez alguna. En lugar de admiración o respeto, lo que sentí al verlo fue desconfianza.
Tenía la sonrisa de alguien acostumbrado a que todos los demás se inclinen.
—Tú debes ser Naira —dijo, observándome de pies a cabeza como si me evaluara como a un arma recién forjada—. Espero que mi hijo esté bien custodiado.
Asentí sin bajar la mirada. Su presencia me provocaba rechazo instintivo, aunque no supe por qué exactamente.
—Lo está, señor —respondí, firme.
No dijo más. Se marchó con paso seguro, escoltado por su comitiva. Me quedé helada. Esa noche, algo se sentía… fuera de lugar.
**
La casa estaba en silencio cuando todo ocurrió. Era pasada la medianoche. Una alarma silenciosa me hizo reaccionar. Las luces de emergencia tintinearon y, en cuestión de segundos, el sistema reportó una intrusión en el ala este. Me dirigí hacia allí sin pensarlo.
Tres figuras se materializaron entre las sombras. No eran intrusas comunes. Se movían con precisión militar. Rostros cubiertos, cuerpos fuertes, posturas entrenadas.
—¡Atrás! —grité, desenvainando mi bastón retráctil de defensa.
La primera atacó con una patada directa. Logré bloquearla, pero la segunda me tomó por sorpresa, lanzándome contra la pared. El impacto me sacó el aire. Me levanté a tiempo para esquivar el tercer golpe. Una patada baja, que me hizo tambalear.
Era una emboscada. Y estaban coordinadas.
Giré sobre mí misma, propinando un golpe al mentón de una. Escuché el chasquido de su máscara al romperse. Otra me sujetó por detrás, pero clavé mi codo en sus costillas. Rodé por el suelo, tomé impulso y propiné una patada que derribó a la tercera.
Pero no fue suficiente. Me lanzaron contra una mesa. El vidrio se hizo pedazos bajo mi cuerpo. Sentí el ardor de un corte en el hombro y el costado derecho me dolía con cada respiración. Costillas. Al menos una fracturada.
“Concéntrate”, me dije. “No es momento para flaquear”.
Me levanté, jadeando, empapada en sangre y sudor. Esperé el momento exacto y usé su impulso en mi favor. Golpeé, esquivé, giré. Mi cuerpo ardía, pero mi mente estaba fría.
Una a una cayeron. La última intentó huir, pero le lancé el bastón y cayó de bruces. Me acerqué lentamente, cojeando, y la dejé inconsciente con un último golpe certero.
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Cuando Kael llegó corriendo a mi encuentro, su rostro estaba desencajado. Me miró, herida, sucia, sangrando.
—¡Naira! ¿Qué te hicieron?
Traté de responder, pero el dolor me nublaba la vista.
—Estoy bien… fue solo… —me desplomé en sus brazos.
**
Desperté en la enfermería de la mansión. Vendajes. Suero. Dolor palpitante. Y los ojos de Kael sobre mí.
—¿Qué pasó? —susurré.
—Fuiste atacada. Pero ganaste. Sola. —Hizo una pausa—. Y fue… una prueba. De mi padre.
Lo miré, atónita.
—¿Qué?
—Sí. Ordenó la intrusión para “probar tus capacidades”. Para ver si eras digna de protegerme. Como si tu vida fuera un juego. —Su voz se quebró, algo raro en él—. Pude haber perdido a la única persona que me escucha de verdad.
Entonces, hizo algo inesperado. Tomó mi mano. Con suavidad. Con miedo.
—No sabía que te iba a doler tanto —dijo, su voz un susurro.
Lo miré, sin palabras. Había algo en sus ojos… una grieta abierta, vulnerable, ardiente.
La línea entre nosotros se desdibujaba. Y ni el dolor podía evitar que lo sintiera.
Unas horas más tarde, la puerta de la enfermería se abrió con un chirrido suave. Reconocí las pisadas antes de verlo: firmes, seguras, pesadas.
El Primer Ministro.
—¿Puedo pasar? —preguntó con una voz que no admitía un “no”.
Asentí, incorporándome con dificultad. El dolor era una constante muda en mi costado.
Se acercó y me observó en silencio. Sus ojos analizaron cada uno de mis vendajes como si evaluara daños en una máquina.
—Tres mujeres entrenadas. Tú sola. Sin armas de fuego. Y saliste viva. —Hizo una pausa larga—. Estoy impresionado.
No sabía si agradecerle o escupirle en la cara.
—¿Era necesario tanto? —pregunté sin disimular el rencor.
—En mi posición no puedo darme el lujo de confiar a ciegas. Kael es lo único que tengo. No iba a ponerlo en manos de cualquiera, por mucho que su madre te recomendara.
—¿Y ahora? —le sostuve la mirada—. ¿Ya soy suficiente para usted?
Me sostuvo la mirada unos segundos más. Luego asintió.
—Sí. Lo eres. Has demostrado más que muchas de mis propias escoltas. —Y con una media sonrisa que no le alcanzaba los ojos—. Felicitaciones.
Vi mi oportunidad.
—Entonces… quisiera pedirle algo.
Frunció el ceño.
—No suelo aceptar peticiones de mis empleados.
—Lo sé —dije—. Pero no creo que haya otro momento para hacerlo.
El silencio volvió a instalarse entre nosotros. Luego, respiré hondo y me lancé:
—Kael vive encerrado. No conoce la ciudad, no tiene contacto con el mundo real. Lo está consumiendo desde adentro. Yo estaré con él, lo protegeré como hasta ahora. Pero creo que necesita salir. Aunque sea una vez por semana. Solo un rato. A lugares controlados.
El Primer Ministro pareció sopesar mis palabras. Caminó unos pasos por la habitación. Las manos cruzadas tras la espalda, el ceño fruncido como si debatiera contra sí mismo.
—¿Salir… a la ciudad?
—Sí. Solo un par de horas cada vez. Le hará bien.
Hubo otro silencio. Más largo. Finalmente, habló:
—Una vez a la semana. Dos horas. Solo si tú estás con él. Y si algo sale mal... —Sus ojos se volvieron filosos—. No habrá segunda oportunidad.
—Acepto.
Me giró la espalda para irse, pero antes de cruzar la puerta, dijo sin mirarme:
—Eres mejor de lo que pensaba, Naira.
Y se fue.
Me recosté de nuevo, exhalando con dificultad, pero también con una sonrisa escondida. Lo había logrado.
Kael saldría al mundo.