Tardé casi una semana en poder caminar sin que cada paso me recordara la noche en que enfrenté a tres asesinas como si fueran parte de un examen de grado. Kael no se separó de mí ni un solo día. Llevaba libros, me contaba cosas sobre los jardines de la mansión, incluso intentó —sin mucho éxito— cocinarme algo. Verlo moverse con torpeza en la cocina fue probablemente la cosa más graciosa que había visto en años.
—No tienes remedio —le dije entre risas mientras él miraba una masa irreconocible que debía haber sido una empanada.
—Yo soy un hombre de ideas, no de fogones —respondió, encogiéndose de hombros.
Cuando al fin estuve en condiciones de moverme con normalidad, llegó el día que tanto habíamos esperado: su primera salida. Kael parecía tranquilo por fuera, pero lo conocía ya lo suficiente para notar el brillo nuevo en sus ojos. Estaba emocionado.
Nos subimos al transporte oficial con una discreta escolta que, por orden suya, no debía interferir ni acercarse a menos que fuera absolutamente necesario. Eran nuestras dos horas.
El primer lugar al que fuimos fue el mirador de la antigua ciudad. Desde allí podía verse el contraste entre los antiguos edificios abandonados y las zonas modernas llenas de color, arte y vegetación. Kael se quedó en silencio durante varios minutos, observando.
—No sabía que se veía así… —dijo finalmente.
—La ciudad respira. Tiene heridas, pero también esperanza —le respondí.
Visitamos un mercado artesanal, lleno de aromas, colores y mujeres fuertes levantando estructuras, vendiendo frutas y risas. Algunas lo reconocieron. No por su rostro, sino por la insignia que llevaba en la ropa. Lo miraban con una mezcla de respeto y curiosidad.
—¿Siempre te miran así? —le pregunté mientras comíamos un helado de frutas tropicales.
—Siempre. Pero nunca me habían mirado con naturalidad. Solo tú.
Después de eso lo llevé a mi lugar favorito: una biblioteca antigua oculta entre árboles. Allí pasamos más de una hora. Él hablaba de libros con entusiasmo genuino, y yo lo escuchaba con una sonrisa que no podía borrar.
—¿Sabes por qué me gusta tanto leer? —me dijo mientras hojeaba un tomo de poemas—. Porque los libros no esperan nada de ti. No te juzgan ni te exigen. Solo existen, y te permiten existir dentro de ellos.
—Suena a que te pareces mucho a ellos —le respondí.
Él alzó una ceja, divertido.
—¿Me estás diciendo que soy aburrido?
—Estoy diciendo que tienes más páginas de las que la gente cree.
La última parada fue en una terraza con vista al río. El sol bajaba despacio, tiñendo el cielo de naranja. Kael se sentó al borde, mirando las aguas.
—Gracias por esto —dijo con sinceridad—. Nunca había sentido libertad. No así.
—Son solo dos horas —le recordé.
—Contigo, bastan.
Guardé silencio. Mi pecho se tensó un poco. Él no dijo más, pero sus ojos lo hicieron todo el tiempo.
Desde entonces, cada semana, Kael y yo explorábamos un rincón distinto de la ciudad. A veces museos, otras ferias, o simplemente paseos por los jardines colgantes. Nuestra relación crecía entre risas, silencios cómodos y miradas cada vez más difíciles de ignorar.
Y aunque él seguía siendo un hombre reservado, orgulloso y a veces arrogante, también era generoso, curioso y lleno de un mundo interior que no dejaba de sorprenderme.
Empezaba a sentir que las dos horas semanales no eran suficientes. No para él. No para mí.
Y definitivamente no para lo que estaba empezando a sentir.