Herencia de Sombras

Capítulo 7– Tres días sin sombras

Después de dos meses al servicio de la familia Daerian, me fueron concedidos tres días de descanso. Tres días sin protocolos, sin rutina, sin vigilancia constante… y sin Kael.
La noticia no pareció alegrar a nadie. Kael frunció el ceño con fuerza al enterarse, pero no dijo nada. Solo bajó la mirada, como si las palabras pesaran demasiado para salir. Lo noté, claro que lo noté. Cada pequeño gesto suyo me parecían ahora cargado de significado. Aun así, me limité a asentir y a preparar mi pequeña maleta con lo justo.
—Volveré antes de que lo notes —dije, intentando sonar ligera.
—Lo notaré —respondió él, sin alzar la vista.
El viaje a casa fue silencioso. El transporte del gobierno me llevó hasta los límites de la ciudad, donde el paisaje era más agreste y las construcciones menos ostentosas, pero igual de cómodas. Las casas eran modestas, de techos bajos y paredes fuertes. La mía no era la excepción.
Mi hogar estaba en una loma tranquila, rodeado de viejos árboles que crecían torcidos por el clima. La casa tenía dos habitaciones, una cocina amplia y una sala con muebles clásicos, lujosos, no tanto como los de la mansion Daerian, pero aun asi finos. Había fotografías antiguas en las paredes: mi madre en su juventud, yo misma de niña con uniforme escolar. Todo era familiar… demasiado familiar.
Mi madre me recibió con un abrazo que me hizo crujir las costillas.
—Estás más flaca —fue lo primero que dijo—. ¿Te están alimentando bien esos ricos?
Reí a carcajadas, por primera vez en días.
—Sí, mamá. Como demasiado bien, de hecho.
Los días siguientes transcurrieron con una calma que me desconcertaba. Ayudaba mi madre en el jardín, reparabamos juntas el techo del cobertizo y cocinabamos platos sencillos, llenando la casa de aromas conocidos. Dormía más de lo normal, leía un libro polvoriento que había dejado años atrás en un estante, y a veces simplemente me sentaba frente a la ventana a observar el viento agitar los árboles.
Pero en cada silencio, en cada momento de quietud, Kael aparecía en mi mente como una sombra constante.
Pensaba en su mirada distante, en la forma en que fingía no mirarme cuando lo cuidaba, en la calidez con la que me había sostenido la mano mientras estaba herida.
Y me sentía culpable. Porque disfrutaba de esos días simples, pero algo dentro de mi me hacía desear estar de nuevo en esa mansión, con sus techos altos y pasillos fríos, solo para poder estar cerca de él.
—No estás del todo aquí, ¿verdad? —preguntó mi madre una noche mientras cenabamos.
La miré sorprendida.
—¿A qué te refieres?
—A que sonríes poco. Y cuando lo haces, es como si fuera por otra cosa, no por esto.
Bajé la vista al plato.
—Es... el trabajo. Estoy acostumbrada a estar alerta.
—¿O es el chico que proteges?
Silencio.
—No sé de qué hablas —dije, aunque mi rostro me traicionó.
Mi madre no insistió. Pero esa noche, tardé en dormir. El vacío que sentía por dentro era diferente al simple cansancio físico. Era como si hubiese dejado una parte de mí en la mansión Daerian.
Finalmente, al amanecer del cuarto día, me alisté temprano. El uniforme aún colgaba perfectamente planchado en mi habitación, como si nunca se hubiese usado. Lo vistí con orgullo y me despidí de mi madre con un abrazo más largo que el anterior.
Al llegar a la mansión, el portón principal se abrió antes de tocar el timbre. Kael me esperaba en la entrada, con los brazos cruzados y una expresión que mezclaba alivio, orgullo… y algo más que no me atreví a nombrar.
—Tardaste —dijo.
—No. Llegué justo a tiempo.
Y al verme, sus labios apenas se curvaron en una sonrisa tenue pero sincera.
Supe entonces que esos tres días sin sombras habían terminado. Y que, quizás, los días más importantes apenas comenzaban.
Kael no esperó a que dejara mi maleta. Apenas cruzamos la entrada principal, caminamos directo hacia el salón principal como si necesitara hablar desde hacía días. Yo lo siguí, aún sintiendo el peso del reencuentro en el pecho.
—¿Qué hiciste mientras estuve fuera? —pregunté, apenas entramos.
Kael se dejó caer en uno de los sillones con un suspiro exasperado.
—Nada. Absolutamente nada.
—¿Ni leer?
—Leí tres libros. Terminé dos partituras. Compuse algo en el piano… pero no fue lo mismo. El silencio fue más fuerte que cualquier cosa.
—¿Y nadie vino a verte?
—¿Quién vendría? Mi padre no está, tú te fuiste… Las paredes no hablan, por si no lo sabías.
—Lo lamento —dije con suavidad.
—No quiero que te vayas otra vez. No por tanto tiempo.
—Fue solo por tres días.
—Exacto. Tres días demasiado largos.
Sonreí. Esa honestidad, casi infantil, me conmovía.
—Haré lo posible para que no vuelva a pasar.
Pasaramos un rato conversando de cosas sin importancia. Kael tenía esa manera peculiar de desviar los temas serios con ironía, pero también con una profundidad que desarmaba a cualquiera. Hablamos de música, de libros, de lo inútiles que eran las empleadas , y de lo aburrido que era tener tanto tiempo libre sin poder salir.
—Tú al menos tienes historias —me dijo él—. Tienes calles que conoces, lugares que te pertenecen. Yo solo tengo esto.
Lo miré en silencio. Y en ese instante sintí con fuerza la desigualdad que él llevaba sobre los hombros. A pesar de todo su poder y privilegio, Kael era un prisionero dorado.
Cuando cayó la noche, me levanté para buscar algo de cenar.
—Puedo pedirle a alguien que lo traiga —dijo Kael, sin moverse.
—Quiero caminar un poco —respondí—. Me hace bien moverme.
Mientras bajaba hacia la cocina, escuché risas y murmullos tras la puerta del servicio. La curiosidad me detuvo. Entonces, una de las voces —que reconocí como Lina, una de las ayudantes de cocina— bajó el tono a casi un susurro.
—…dicen que cerraron las entradas de la mina. Las chicas se niegan a volver si no las incluyen en el programa.
—¡¿Qué?! —saltó otra voz—. ¿Otra huelga?
—Sí. Están furiosas. Las trataron como bestias por años, y ahora les dicen que no pueden reproducirse porque no tienen "genes aptos". ¿Quién se creen que son?
—¿Y quién va a hacer ese trabajo? Nadie quiere bajar a las minas más que ellas.
—Pues por eso están paradas. No volverán hasta que les garanticen su lugar como ciudadanas plenas.
Sentí que un escalofrío me recorría la espalda. Nunca había oído hablar de eso. Las mujeres mineras eran una minoría silenciosa, siempre trabajando bajo tierra, lejos de las academias, de la ciudad, de la política. Y ahora, reclamaban un derecho que a otras les era concedido sin dudar.
Entré con paso firme en la cocina. Las mujeres se callaron al verla, tensas.
—¿Desde cuándo está pasando esto? —pregunté.
Lina bajó la mirada.
—Hace meses. Pero ahora se hizo público.
—¿Y qué harán?
—Esperar… y resistir.
Asintí lentamente, guardando ese conocimiento como un nudo en el estómago. Tomé el plato con frutas y pan que había preparado y regresé a paso lento. El pasillo se sentía más frío. Kael me esperaba en su habitación, recostado, leyendo de nuevo.
—¿Qué tardó tanto? —preguntó, sin alzar la vista.
—Había fila en la cocina —dije con una sonrisa forzada.
Él asintió, sin notar su expresión.
—Gracias por traerlo.
No dije nada más. Me senté frente a él, lo observé comer, y pensé en todas las cosas que él no sabía. En las minas, en las mujeres que luchaban por ser madres, por ser vistas como algo más que fuerza bruta.
No dije nada. No esa noche.
Después de todo, ¿qué le iba a importar a un Daerian?
Los días pasaron, y con ellos regresó la calma. Retomamos nuestra rutina de paseos semanales, redescubriendo cada rincón de la ciudad con una mezcla de asombro y libertad. La alegría volvió al rostro de Kael. Su risa ya no era tan escasa y su mirada, antes distante, ahora se iluminaba al verme.
Una mañana, mientras desayunabamos en la cocina, llegó una invitación formal con el sello dorado del Consejo Supremo: se trataba de una gala nocturna organizada en el Palacio de Cristal, un evento exclusivo al que solo asistían altos cargos del gobierno y sus familias. No era extraño que Kael fuera invitado, la nota incluía su nombre con claridad. Su padre también estaría presente.
Esa noche, aparecií en la entrada de la mansión vestida con el uniforme de gala asignado a las escoltas de alto rango. No era precisamente un vestido, pero el diseño era ceñido al cuerpo, con líneas elegantes y hombros descubiertos. El color negro profundo contrastaba con mi piel y resaltaba mi figura atlética, femenina y poderosa. Me recogí el cabello en una trenza larga, dejando el rostro al descubierto. Mis labios brillaban apenas, y mis ojos, delineados con sutileza, parecían aún más intensos.
Kael se quedó completamente inmóvil al verme. No dijo nada al principio, solo me observó desde la distancia, como si no supiera cómo procesar lo que veía. Su expresión, usualmente compuesta, se quebró un segundo. Algo en su mirada cambió. Ya no era solo admiración o aprecio… había deseo. Un deseo que se le escapó en un suspiro y en un titubeo que yo noté, aunque fingí no hacerlo.
—¿Qué? —dije, alzando una ceja con una pequeña sonrisa, sabiendo perfectamente que él me había recorrido de arriba abajo.
—Nada… es solo que… —Kael bajó la mirada, incómodo, luego volvió a alzarla con una sonrisa—. Te ves… impactante.
Sonreí con orgullo silencioso. Era extraño sentirme deseada en un mundo donde eso ya no tenía importancia. Pero con Kael, todo era distinto. Había algo en su mirada que me provocaba mariposas en el estómago, y no era precisamente debilidad.
Juntos subimos a la limusina negra que nos llevaría al Palacio de Cristal.
[…]
Cerca del final del evento, Naira se retiró brevemente hacia un corredor lateral, intentando encontrar un lugar tranquilo. Al girar una esquina, se detuvo en seco al escuchar una voz que reconoció de inmediato: el padre de Kael, hablando por teléfono con tono severo.
—Te dije que no —gruñó—. No puedo ofrecerte una inseminación con feto varón. No a ti. ¿Sabes lo que estás pidiendo?
Hubo una pausa, luego la voz del otro lado del teléfono se filtró levemente por el altavoz. Naira no pudo distinguir las palabras exactas, pero el tono era amenazante.
—¿Estás loco? —continuó el Primer Ministro—. Si lo haces… si dices algo… podrías destruirlo todo. Sabes perfectamente que el equilibrio es delicado.
Otra pausa.
—¡No! No voy a arriesgarme. No después de todo lo que costó mantener esto en secreto.
Naira contuvo la respiración. Algo dentro de ella se estremeció. ¿Qué era lo que querían mantener en secreto? ¿Qué tenía que ver la reproducción de varones con ese equilibrio del que hablaba?
La conversación terminó abruptamente. Naira se ocultó entre las sombras hasta que el Primer Ministro se alejó, luego regresó lentamente al salón, con el corazón golpeando su pecho como un tambor de guerra.
Esa noche, mientras Kael charlaba animadamente sobre la música del evento, ella no dijo nada. No podía. Algo en el fondo de su mente le decía que había escuchado algo que cambiaría todo. Y que debía averiguar más… muy pronto.
Esa noche, mientras Kael charlaba animadamente sobre la música del evento y los postres exóticos que había probado por primera vez, Naira asentía, sonreía, fingía atención. Pero por dentro, su mente era un remolino.
La conversación que había escuchado la perseguía como una sombra.
“El nacimiento de un varón era algo al azar…”
Así lo había aprendido toda su vida. Así lo creía la mayoría. Que solo las familias bendecidas por el destino podían dar a luz a un hijo varón. Que ese milagro era escaso, casi sagrado. Y que esas familias pasaban automáticamente a formar parte de la alta sociedad, recibiendo reconocimiento, poder, privilegios.
Pero lo que ella había oído no sonaba a milagro. Sonaba a negociación. A tráfico de algo que no debía negociarse.
Y algo no cuadraba. Si los hombres eran los únicos capaces de engendrar hijos varones —como se pensaba—, ¿por qué uno de ellos pedía inseminación asistida para su esposa? ¿No se suponía que los hijos concebidos de forma natural eran la única vía para que nacieran hombres?
¿Y por qué pedía específicamente que fuera un niño?
Naira frunció el ceño en la penumbra del vehículo que los devolvía a la mansión. La mano de Kael descansaba apenas sobre la suya, con confianza, con cariño. Él era parte de esa minoría preciosa, intocable.
¿También había sido concebido de esa manera?
No. Se dijo que no debía pensar eso. Pero las preguntas no se detenían.
Había algo más grande detrás de todo aquello. Algo que nadie estaba contando.
Y ahora, ella lo sabía.



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En el texto hay: amor fantasía acción

Editado: 18.04.2025

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