Herencia de Sombras

Capítulo 8 – Ojos nuevos

Desde aquella noche en la gala, algo en Naira había cambiado.
La conversación que escuchó —el padre de Kael negociando a escondidas la posibilidad de un feto varón por inseminación asistida— no solo le dejó dudas, sino una grieta. Lo que antes aceptaba como verdades universales, ahora se tambaleaba dentro de ella. ¿Cuánto más se le estaba ocultando? ¿Cuánto del mundo que conocía era una ilusión cuidadosamente construida?
Comenzó a mirar a su alrededor con otros ojos.
Las risas apagadas de las sirvientas, los silencios prolongados en la mesa de las guardianas, las miradas esquivas de las madres solteras en el mercado. Todo tenía ahora otro significado.
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Una tarde mientras caminaba por uno de los pasillos del ala de servicio, se cruzó con Maela, una sirvienta de edad avanzada que siempre le había parecido amable pero reservada. La encontró limpiando los vitrales del salón de lectura.
—¿Te ayudo? —preguntó Naira con una sonrisa.
Maela se rió.
—No, muchacha, si tú estás para cuidar vidas, no para lustrar cristales.
Pero Naira se quedó a su lado de todos modos. Tras unos minutos de silencio, Maela habló:
—¿Sabes lo que más me pesa? —dijo con la mirada clavada en el vidrio—. Nací con sueños. Quería diseñar trenes, construir puentes. Pero a los catorce ya estaba aquí, fregando suelos. Nunca fui elegida para la reproducción. Dicen que mi sangre no era “adecuada”.
Naira la miró, sorprendida.
—¿Nunca pensaste en escaparte? —preguntó en voz baja.
—¿Escapar a dónde, hija? Este mundo no tiene rincones donde esconderse.
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Poco después, Naira escuchó una conversación entre dos jóvenes guardianas en el patio trasero. No sabían que ella estaba cerca.
—Me rechazaron otra vez —dijo una—. Tercera solicitud. Dicen que mi genética no es estable.
—¿La tuya? A mí ni me evaluaron. Mi jefa dice que la línea de sangre es todo. Y yo no tengo a nadie importante en mi familia.
Ambas se echaron a reír, pero sus ojos estaban apagados. Se reían para no llorar.
—Al menos tú no cuidas a un mimado como Kael —agregó la segunda—. Yo tengo que hacerle reverencia a una niña de trece años porque es hija de una Ministra. ¡Ni siquiera sabe atarse las botas!
Naira sintió una punzada. Kael no era mimado, al menos no como esas historias. Pero también era producto de un sistema injusto.
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Durante uno de sus días libres, Naira acompañó a su madre al mercado popular del distrito sur. Allí la vida tenía otro ritmo. Las mujeres gritaban ofertas desde sus puestos mientras niñas descalzas correteaban entre canastas de fruta y bultos de harina.
Una vendedora levantaba la voz:
—¡Pan duro por leche, raíces curadas por medicina! ¡Vamos, que hoy no hay más!
Eran mujeres sin acceso a programas de reproducción, sin beneficios ni subsidios. Madres que criaban a sus hijas con uñas y dientes. Nadie las consideraba valiosas como para engendrar un varón. Pero ahí estaban. Resistiendo.
Naira compró algunas hierbas y pan de centeno. En la fila, una niña la miró fijamente.
—¿Tú eres la que cuida al chico hermoso de la tele? —preguntó.
—Sí —respondió Naira, sonriendo.
—¿Y él también come pan duro?
Naira no supo qué responder.
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Esa noche, al volver a la mansión, encontró a Kael dormido junto a la chimenea. La suave luz dorada hacía brillar sus pestañas largas y su rostro sereno. Se sentó en silencio a su lado, sin despertarlo.
Observó su perfil perfecto, sus manos suaves, sus ropas impecables. Un joven que lo tenía todo. Y sin embargo, vivía encerrado, vigilado, aislado del mundo real.
Ella, que lo conocía más que nadie, sabía que también estaba atrapado.
“Quizá no se trata de quién es más libre,” pensó. “Sino de quién se atreve a mirar fuera de su jaula.”
Y Naira ya no podía dejar de mirar.



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En el texto hay: amor fantasía acción

Editado: 18.04.2025

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