Desde que escuchó la conversación en la cocina, Naira no había dejado de pensar en las mineras.
A la mañana siguiente, mientras acompañaba a Kael a la biblioteca, fingió leer mientras su mente viajaba lejos de la mansión, hacia las entrañas de la tierra donde esas mujeres dejaban su piel cada día. Trabajaban en condiciones duras, con salarios bajos, sin ningún tipo de reconocimiento, y ahora, también les negaban el derecho a la maternidad. ¿Qué clase de sociedad era aquella que decidía quién merecía tener hijos?
Más tarde, en uno de sus paseos semanales con Kael, pasaron cerca de una de las entradas selladas al distrito industrial. Ahí había mujeres reunidas. Portaban pañuelos grises en los brazos —símbolo del sector minero—, y en sus rostros se reflejaba el cansancio, pero también la furia contenida.
Naira se detuvo un instante. Kael la observó curioso.
—¿Qué ocurre ahí? —preguntó él.
Naira dudó por un segundo. Pero aún no era el momento.
—Nada... solo una protesta más.
—¿Por qué tantas últimamente?
—El mundo no es tan perfecto fuera de estas paredes, Kael.
Él no respondió. Bajó la vista. Había aprendido que cuando Naira usaba ese tono, significaba que algo lo superaba.
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Esa noche, Naira pidió permiso para salir sola. Visitó en secreto a una vieja compañera de la academia, hoy destinada como guardia en las minas. Su nombre era Isra.
Isra la recibió en una pequeña caseta de vigilancia cerca del perímetro de la mina principal. Tenía polvo hasta en las pestañas.
—¿Viniste por lo de la revuelta?
—Escuché rumores... y vi algo. Necesito saber la verdad.
Isra la miró fijo antes de hablar.
—Las cosas están mal, Naira. Muy mal. A las mujeres de aquí no las consideran dignas de criar un hijo. Ni siquiera para inseminación asistida. Dicen que sus cuerpos están demasiado desgastados, que no tienen el “perfil ideal”. ¡¿Perfil ideal?! —escupió la palabra como si le ardiera en la lengua—. Pero seguimos extrayendo los metales que mantienen en pie esa ciudad dorada en la que vives.
—¿Y los hombres?
—Ninguno quiere mancharse las manos. Ni siquiera para escucharnos.
Naira tragó saliva.
—Yo sí quiero escucharlas.
Naira se adentró con paso firme hacia el campamento improvisado a las afueras del distrito minero. Las mujeres se calentaban las manos junto a fogatas hechas con restos de madera y metal oxidado. Algunas dormitaban sobre sacos vacíos; otras discutían en voz baja. El ambiente olía a carbón, sudor… y rabia.
Apenas dio unos pasos, una voz la detuvo:
—¿Qué haces aquí?
Una mujer joven, con la cara tiznada de negro y la mirada filosa como una navaja, se levantó y la señaló. Pronto varias más se giraron hacia ella. Sus ojos recelosos la escanearon de pies a cabeza.
—Tú eres la guardaespaldas del heredero Daerian, ¿no? —escupió otra, con tono cargado de desdén.
Naira se detuvo. Sabía que no sería fácil.
—Sí. Soy su guardaespaldas. Pero no vengo en nombre de nadie más que en el mío propio.
Un murmullo recorrió al grupo. Una mujer mayor, con las manos endurecidas por años de trabajo y la espalda encorvada, avanzó unos pasos. Su mirada era firme.
—Entonces ya deberías saber lo que representas aquí. Ustedes, los de arriba, vienen a mirar desde lejos. Y luego se van. Siempre se van.
—No soy como ellos.
—Todas dicen eso cuando pisan tierra sucia por primera vez —replicó la mujer—. Pero cuando llega la hora de hablar, nos ignoran. Cuando lloramos por nuestras hermanas enfermas o cuando nos niegan el derecho a formar una familia, nadie baja a escucharnos. Tú puedes tener un hijo mañana si lo deseas. Nosotras no.
—No es cierto —respondió Naira, con un nudo en la garganta—. No es tan fácil. Crecí con una madre soltera. No venimos de la riqueza. Sé lo que es pelear cada día…
—¿Y ahora vives en una mansión con comida caliente y vestidos caros? —interrumpió otra—. ¡No vengas a compadecerte!
Naira guardó silencio. No podía rebatir eso.
—Solo quiero ayudar.
La primera mujer, la joven de ojos afilados, escupió al suelo.
—Entonces empieza por escuchar… desde lejos.
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Minutos después, Naira caminaba de regreso sola. La bruma de la noche se le colaba en los pulmones como un castigo. Nunca se había sentido tan rechazada… pero tampoco tan clara.
Si quería ayudarlas, no bastaba con aparecer. Tendría que ganarse su confianza. Demostrarles que podía moverse entre los dos mundos.
Cerró los puños con fuerza.
—Haré algo. Cueste lo que cueste —murmuró para sí misma.