El aire de la madrugada era gélido y espeso, cargado de ese silencio particular que solo precede a los actos valientes... o desesperados. Naira avanzaba sigilosa por los tejados, envuelta en una capa oscura que camuflaba su silueta. Cada paso era preciso. Cada respiración, medida.
Recordaba el beso de Kael como una llama encendida en su pecho, cálida y dolorosa. Aquel momento lo había sellado todo. Él sabía. Ella también. Y aunque no habían pronunciado palabras de amor, el mensaje era claro. Pero ahora no podía pensar en eso. Había una vida en juego.
La nieta de la minera se encontraba en una prisión subterránea, una estructura vieja, olvidada por los medios y por la moral. Allí llevaban a quienes eran demasiado pobres para defenderse o demasiado peligrosas para ser escuchadas.
Naira había estudiado los planos durante días. Sabía por dónde entrar, sabía dónde buscarla. El resto dependía de su velocidad, su entrenamiento… y un poco de suerte.
Logró deslizarse por una abertura de mantenimiento. Los pasillos olían a humedad y óxido. Las luces parpadeaban débilmente. No había cámaras. Demasiado costoso para un lugar que nadie visitaba.
—Celda 12... —murmuró.
Avanzó esquivando a los guardias con la agilidad de una sombra. Al llegar, se encontró con una muchacha de unos dieciséis años, delgada, con la mirada endurecida por el miedo y la resistencia. Su uniforme de prisionera le quedaba grande, y sus muñecas estaban marcadas por los grilletes.
—¿Quién eres tú? —susurró, temblando.
—Vengo de parte de tu abuela. Vengo a sacarte de aquí.
La joven la observó con incredulidad, pero al ver sus movimientos, su seguridad, su fuerza, comprendió que no era un engaño. Naira rompió los grilletes con una herramienta escondida en su cinturón y le dio una capucha.
—Sígueme. No hables. No mires atrás.
El escape fue aún más tenso que la entrada. Un guardia estuvo a punto de verlas. Naira tuvo que reducirlo silenciosamente. El corazón le latía con furia. No podía fallar. No ahora.
Al llegar al punto seguro de extracción, una vieja lavandería abandonada, dejó a la muchacha con una mujer encapuchada que esperaba en la sombra. Era otra minera retirada, de confianza.
—Dile a tu abuela que cumplí. Y que esto no termina aquí.
—Gracias… —la muchacha susurró, con los ojos llenos de lágrimas.
Naira no respondió. Se limitó a asentir antes de desaparecer de nuevo entre los tejados.
El amanecer empezaba a pintar el cielo de tonos suaves cuando la mansión apareció a lo lejos. Su hogar… su prisión… su todo.
Y en él, alguien la esperaba con el corazón en vilo.