Tras semanas de recuperación, Naira regresó a su puesto como guardaespaldas oficial de Kael. Su cuerpo había sanado por completo, pero su temple se había fortalecido aún más. Ya no era la joven que había llegado temerosa a la mansión Daerian; ahora era una sombra silenciosa, pero firme, al servicio de alguien que comenzaba a transformar su papel en algo más que decorativo.
Kael, por su parte, parecía inquieto. El encierro dorado del poder lo estaba asfixiando. Aunque participaba en reuniones, firmaba documentos y asistía a eventos oficiales, una parte de él pedía algo más: acción real, decisiones propias, peso verdadero en la maquinaria del Estado.
La oportunidad llegó durante la inauguración de una nueva planta de reproducción asistida, en uno de los sectores industriales más importantes del país. Fue un evento cuidadosamente diseñado para mostrar eficiencia, avance tecnológico y control. Las cámaras captaban cada sonrisa, cada palabra medida, cada paso ensayado.
Pero nadie anticipó lo que ocurriría.
En medio del recorrido guiado, una joven técnica alzó la voz. Nerviosa, temblorosa, interrumpió la presentación para hablar. Intentaron callarla, pero fue Kael quien detuvo todo con una simple frase:
—Déjenla hablar.
El silencio que siguió fue tenso.
La joven denunció lo que muchas sabían, pero nadie se atrevía a decir en voz alta: las mujeres mineras eran sistemáticamente excluidas del sistema de reproducción asistida. Sus óvulos eran descartados, sus genes considerados inferiores, su lugar en la sociedad reducido a la fuerza laboral sin posibilidad de herencia genética.
La incomodidad se extendió como una ola. Varios altos funcionarios intentaron frenar la conversación. Las cámaras fueron apagadas. Pero Kael no se movió. No retrocedió.
—Suficiente —dijo, y su voz resonó con una autoridad inesperada—. Hoy, nadie será silenciado.
Ese mismo día, convocó una sesión especial del Consejo. Presentó una propuesta de ley para garantizar la inclusión de todas las mujeres —especialmente aquellas de sectores pesados como las minas— en el sistema de reproducción asistida. El documento no era largo, pero sus implicaciones eran profundas. Por primera vez en años, se hablaba de verdadera equidad genética.
La ley fue aprobada con una votación cerrada, y no sin resistencia. Los altos mandos del Ministerio observaron a Kael con una mezcla de sorpresa y recelo. Su gesto había sido valiente… y peligroso. No todos estaban dispuestos a aceptar ese tipo de reformas.
Pero ya era tarde para contenerlo.
Kael se había ganado su lugar. No por sangre. No por herencia. Sino por decisión propia. Por la convicción de que el poder, cuando se ejerce en favor de los invisibles, deja de ser un privilegio y se convierte en un acto de justicia.
Y a su lado, Naira permanecía firme. Silenciosa, atenta. Testigo del nacimiento de algo que quizás, con el tiempo, podría cambiarlo todo.