Donde comienza el silencio.
Todos llevamos dentro una
oscuridad que a veces nos habla
con nuestra propia voz.
— Stephen King
Greyhaven siempre ha sido una ciudad fría. O eso quiero pensar.
Mi madre solía decir que nací en una noche de lluvia interminable, y que, desde entonces, el cielo nunca dejó de perseguirme.
A veces cae con una furia que parece querer arrastrarme con ella. Otras, solo se posa en los cristales, en silencio, como si esperara algo.
Aprendí a caminar entre charcos antes de pronunciar mi primera palabra, y desde entonces, cada vez que el cielo se quiebra, siento que algo dentro de mí también se rompe.
No sé si lo que dijo mi madre fue una metáfora o una advertencia. Pero crecí con la certeza de que la lluvia no venía sola.
Era once de agosto. En cuatro días cumpliría dieciocho.
No lo sentía como una celebración. Solo otro umbral que debía cruzar.
Desperté con la impresión persistente de un sueño. Un bosque. Un símbolo. Una silueta.
Todo se desvanecía a medida que despertaba, como si mi mente se negara a recordarlo.
Solté un suspiro lento y bajé a la cocina.
El olor a café recién hecho y pan caliente llenaba el aire, como si intentara retenerme en lo cotidiano. Pero algo, muy dentro, ya había comenzado a cambiar.
Mi madre ya estaba sentada junto a la ventana, con una taza entre las manos y los ojos perdidos en la lluvia. Nunca hablaba mucho por las mañanas. Yo tampoco. Pero esa mañana, el silencio se sentía más denso de lo habitual, como si el aire supiera algo que nosotras no.
—Dormiste mal otra vez —dijo sin mirarme, mientras removía el café con la cucharita de siempre, esa de porcelana con una grieta casi invisible que solo ella notaba.
Tenía ese don: saber cosas sin necesidad de preguntarlas.
No respondí de inmediato. Me serví una taza, más por costumbre que por necesidad.
—Soñé —dije al fin, sin saber por qué.
Eso sí llamó su atención. Sus dedos se detuvieron, y por un instante, pareció escuchar algo más allá del golpeteo constante en los cristales.
—¿Lo mismo? —preguntó, sin siquiera mirarme.
¿Lo mismo?
¿Cómo sabe qué es lo que sueño?
La miré, esperando alguna explicación. Pero solo dejó su taza en la mesa con cuidado y cambió de tema, como si nada hubiera pasado.
—¿Estás lista para ir al instituto?
Me tomó un momento responder.
—Sí… supongo. Ella asintió levemente y se levantó. Antes de salir de la cocina, se detuvo en seco.
—Blume —dijo sin girarse—. Si vuelves a soñar con el símbolo… no lo toques.
Y se fue.
Me quedé un momento sin saber qué hacer.
El símbolo.
¿Cómo es que ella sabe de eso…?
Nunca se lo había mencionado a nadie. Era solo un detalle en los bordes de mis sueños, cambiante pero constante, como una mancha que no se borra del todo. Un círculo incompleto, cruzado por una línea curva, como si alguien hubiera querido tacharlo… o sellarlo.
Tomé un sorbo de café ya frío. El sabor era amargo, pero no más que la inquietud en mi pecho.
—¡Blume! —gritó una voz desde el piso de arriba—. ¿Tienes mis audífonos?
Asher.
—¡No! ¡Revisa debajo de tu cama! —respondí, sin demasiada convicción.
Escuché cómo bajaba corriendo las escaleras como si estuviera en una carrera contra sí mismo. Entró a la cocina sin detenerse, con el suéter al revés, un mechón de cabello rebelde sobre la frente y una energía que parecía impermeable a la lluvia y al silencio de la casa.
—Creo que los dejé en tu cuarto anoche —dijo mientras abría puertas de alacenas como si los auriculares pudieran haberse escondido ahí.
—¿Por qué dejarías audífonos en mi cuarto?
—Te quedaste dormida viendo esa serie rara que ves… la de los sueños. Me quedé ahí un rato y me fui cuando empezó a darme miedo —añadió sin mirar, rebuscando entre las cosas.
—¿Y no pensaste en recoger tus cosas?
—Eso suena muy responsable.
Le lancé una mirada. Él solo sonrió. Siempre parecía estar bromeando… pero a veces, su sonrisa duraba un segundo más de la cuenta.
—Tu suéter está al revés —le dije.
—Lo sé. Es intencional —respondió con orgullo. Luego agarró una taza con dibujos pixelados y se sirvió lo que quedaba del café—. Mamá te dijo algo esta mañana, ¿no?
Me tensé.
—¿Por qué lo preguntas?
—Escuché que te nombraba cuando bajé al baño. Algo de sueños… y símbolos.
Lo miré. Esa forma suya de lanzar palabras como si no tuvieran peso, pero que siempre daban en algún punto débil.
—Estabas espiando.
—Estaba pasando. No es lo mismo.
—No es tu asunto, Asher.
—Lo sé —respondió, encogiéndose de hombros. Tomó un sorbo de café—. Pero si algún día ves el símbolo despierta, no lo mires por mucho tiempo. A veces se queda contigo.
Lo dijo como quien comenta el clima. Luego salió de la cocina, silbando algo que no reconocí.
La lluvia se había vuelto más fina, como una neblina que flotaba en el aire en lugar de caer. Salí de casa con la mochila al hombro y la capucha puesta, caminando por las calles empedradas de Greyhaven, donde el agua siempre parecía acumularse en los mismos huecos de siempre.
No había mucho tráfico. Nunca lo había. Greyhaven no era una ciudad rápida. Era una ciudad que se arrastraba.
A unas cuadras, vi una silueta agitando los brazos con energía innecesaria.
—¡Blume Umbrelle, no te atrevas a fingir que no me viste!
Sonreí sin querer. Aria Reed.
Su cabello castaño rojizo estaba atado en una trenza que le colgaba por el hombro, ya medio deshecha por la humedad. Llevaba una bufanda tejida que había usado desde secundaria y botas con suelas gruesas, aunque siempre decía que odiaba la lluvia. Había algo contradictorio en ella… y probablemente por eso éramos amigas.