Las cosas que no se dicen.
No es la oscuridad lo que tememos,
sino lo que creemos que se esconde
dentro de ella.
— Plutarco
El amanecer llegó más gris que nunca.
No era solo el cielo encapotado, ni el frío constante de Greyhaven. Era otra cosa.
Como si la noche no hubiera terminado del todo. Como si aún siguiera arrastrándose en los bordes de la luz.
Me levanté con la cabeza pesada, como si no hubiera dormido nada, aunque recordaba haber cerrado los ojos.
El símbolo seguía ahí, clavado detrás de los párpados.
Y esa voz.
Mi nombre.
La ducha no ayudó a despejarme. El agua estaba más fría de lo normal. O tal vez era yo la que no lograba entrar en calor.
Cuando bajé a la cocina, el ambiente era silencioso. Mara ya había salido —su taza estaba en el fregadero, con restos de té oscuro en el fondo—, y Asher no aparecía por ningún lado. Aún así, su cuaderno estaba sobre la mesa, abierto en una página donde había dibujado… algo.
Me detuve.
Una espiral.
Un símbolo.
Parecido al que había visto en mi sueño, pero más simple, más infantil.
¿O era a propósito?
Lo cerré despacio, sin tocarlo más.
No tenía hambre. Solo tomé un poco de pan seco y lo guardé en la mochila. Afuera, la lluvia caía fina, persistente, como siempre. Me puse la chaqueta y salí rumbo al instituto.
Los mismos pasos.
Las mismas calles.
Pero yo… no era la misma.
La lluvia era fina, casi invisible, pero lo suficiente para empapar el aire. La ciudad parecía envuelta en una bruma suave, como si todo estuviera a punto de desvanecerse.
Iba cruzando la esquina donde siempre me encontraba con Aria cuando vi una figura esperándome más adelante.
Noah.
Apoyado contra una reja oxidada, con las manos en los bolsillos y la mochila colgando de un solo hombro. Tenía el cabello algo revuelto por la humedad, y la capucha de su sudadera bajada como si la lluvia no le molestara.
Cuando me vio, sonrió.
—Buenos días, sombra errante.
—Buenos días, Blake dramático —respondí, con una sonrisa apenas perceptible.
Nos pusimos a caminar uno junto al otro, sin necesidad de decir a dónde íbamos. Ya era rutina. Pero había algo en la forma en que él me miraba que nunca terminaba de acostumbrarme. Como si siempre estuviera esperando que le dijera algo que no sabía cómo preguntar.
—¿Todo bien? —preguntó después de unos metros—. Te ves más… callada que de costumbre. Y eso ya es decir.
—No dormí mucho —dije, sin mirarlo.
—¿Pesadillas?
—No exactamente.
Él asintió, como si esa respuesta le bastara.
Durante un rato caminamos en silencio. El tipo de silencio cómodo que solo se tiene con ciertas personas. Noah era así. Sabía cuándo hablar y cuándo solo caminar a tu lado sin hacer preguntas.
—¿Sabías que Aria cree que hay sombras en el instituto? —solté de pronto, como si necesitara romper algo.
—¿Sombras? ¿Tipo oscuridad sobrenatural o tipo “el nuevo director es un psicópata”? —bromeó.
Solté una risa suave.
—No estoy segura.
—Bueno… mientras no vea a nadie flotando por los pasillos, seguiré fingiendo que todo es normal.
—¿Y si sí hay algo raro? —pregunté, casi sin querer.
Noah me miró de reojo.
—Entonces me quedo contigo —dijo con total naturalidad—. Porque tú siempre sabes qué hacer cuando las cosas se salen de control.
Me detuve un instante. Él no.
—No es cierto —dije.
Él giró apenas, caminando hacia atrás unos pasos, con esa sonrisa ladeada que no mostraba seguido.
—Tal vez no lo sepas tú. Pero yo sí.
Y volvió a caminar, dándome tiempo para alcanzarlo.
Lo hice. Sin decir nada más.
Entramos al edificio justo cuando sonaba el primer timbre. El pasillo principal se llenó del ruido habitual: lockers cerrándose de golpe, risas forzadas, pasos apurados, voces que competían entre sí. Todo se sentía demasiado fuerte para tan temprano.
La primera clase era literatura. Aula 2B. Una fila de pupitres viejos, luz blanca y el olor constante a marcador seco.
Tomé mi lugar cerca de la ventana. Noah se sentó detrás, como siempre.
El profesor aún no llegaba, pero los murmullos ya llenaban el aula. Algunos hablaban del partido del viernes. Otros de la fiesta que Savannah planeaba como si fuera el evento del siglo.
Justo entonces, ella entró.
Savannah Lowell.
Perfume caro, sonrisa automática, mirada afilada.
Llevaba un abrigo beige que seguro costaba más que mi vida entera y el cabello recogido en una trenza pulida. Cuando me vio, su sonrisa se estiró un poco más.
—Oh, Blume… ¿dormiste algo anoche? Te ves como si hubieras peleado con tu almohada —dijo en voz suficiente para que todos la oyeran.
—Y tú como si hubieras peleado con una tienda de cosméticos —murmuré sin levantar la vista.
Algunas risas discretas se escaparon, incluyendo la de Noah.
Savannah frunció ligeramente los labios, pero no respondió. Se fue a su asiento como si la conversación no valiera su energía.
La clase comenzó con el sonido áspero de la puerta al abrirse. El profesor Duncan entró con su maletín desbordado de papeles, gafas mal ajustadas y expresión de quien ya quería irse.
—Hoy hablaremos de la tragedia —dijo, sin preámbulos—. No como género, sino como estructura. Cómo se construye una caída. Cómo se El timbre del desayuno sonó como una pequeña liberación. Los estudiantes salieron del aula como si el aire allí dentro se hubiera vuelto irrespirable. Yo recogí mis cosas con calma, esperando que el pasillo se despejara un poco.
Noah me alcanzó al salir.
—¿Vas a la cafetería?
—Sí. Aunque solo para café. No quiero ver lo que llaman “huevo” hoy.