Algo en el aire.
Hay algo en el aire que no tiene nombre,
una sustancia que se mete en los
pulmones y no deja dormir.
— Eduardo Galeano
El día amaneció más lento.
Más opaco.
Jueves 13 de agosto. Dos días antes de mi cumpleaños.
El cielo seguía nublado, como siempre en Greyhaven, pero había algo distinto en el ambiente: una quietud que no nacía del silencio, sino de la pausa antes del ruido.
No hubo clases. Algo sobre una falla en el sistema eléctrico del instituto.
Pero yo sabía que no era eso lo que me incomodaba. Era el aire. El mensaje. La forma en que Mara me miró esta mañana como si quisiera decirme algo, pero no pudiera.
Estaba en mi habitación, en pijama, con el cabello atado sin ganas, cuando escuché tres golpes rápidos en la puerta principal.
—¡¡Blume!! ¡Abre o la tiramos!
Aria.
Suspiré y bajé. Abrí la puerta, y allí estaban: Aria con lentes oscuros y botas nuevas, y Noah cargando una mochila gigante como si fuera a acampar.
—¿Qué…? —fue lo único que alcancé a decir.
—Intervención de emergencia —dijo Aria, empujándome hacia dentro—. Vas a cambiarte. Vas a salir con nosotros. Y vas a fingir que no estás siendo devorada por tus pensamientos misteriosos y existencialistas.
—Trajimos una lista —añadió Noah, agitando una hoja garabateada—: ropa nueva, zapatos decentes, maquillaje básico, accesorios, y una cosa sorpresa que no te diremos.
—No necesito nada de eso.
—Justamente por eso lo necesitas —respondió Aria con una sonrisa triunfal.
No peleé mucho. Tal vez porque no tenía fuerzas, tal vez porque… parte de mí necesitaba respirar algo más que símbolos y susurros.
Veinte minutos después, salimos de casa. Mara no dijo nada. Solo me miró desde la cocina, con los ojos como un recuerdo antiguo.
Aria nos llevó a una calle comercial del centro. Tiendas de ropa, librerías, cafés, escaparates brillantes. Todo parecía ajeno al mundo que estaba empezando a romperse a mi alrededor.
Probamos ropa durante horas. Aria me hizo usar cosas que jamás habría elegido: chaquetas de cuero, vestidos ceñidos, incluso botas con tacón bajo. Noah se encargó de los accesorios y las bromas. Compraron sin dejarme opinar. Y aunque intenté resistirme… terminé sonriendo.
—Blume 2.0 activada —dijo Aria al salir de la última tienda, levantando una bolsa como si fuera un trofeo.
—No entiendo cómo logré sobrevivir 17 años sin ustedes —dije, burlona.
—No lo hiciste —respondió Noah con una sonrisa suave—. Solo estabas en modo espera.
Por un instante, todo pareció normal.
Hasta que, al cruzar frente a una vitrina, me vi reflejada.
Y por un segundo…
justo detrás de mi reflejo…
vi otra figura. Alta. Inmóvil. Sombra sobre sombra.
Parpadeé.
Ya no estaba.
Tragué saliva. No dije nada.
—¿Vamos por helado? —preguntó Aria.
—Sí —asentí.
Y seguimos caminando, como si nada hubiera pasado.
Como si el mundo no se estuviera resquebrajando lentamente…
debajo de nuestros pies.
La heladería estaba casi vacía. Solo una madre con su hijo pequeño, una pareja en la esquina y nosotros tres sentados junto al ventanal.
El cielo se veía más claro desde ahí, aunque las nubes seguían firmes, como si estuvieran vigilando.
—¿Saben? —dije, mientras giraba la cucharita dentro del vaso de vainilla—. Esto es lo más normal que he hecho en semanas.
Aria levantó una ceja.
—¿Semanas? Llevas años siendo un caso clínico, Blume Umbrelle.
—Lo dice la que escucha música de ópera cuando está enojada.
—¡La ópera es arte! —dijo, ofendida.
Noah soltó una risa y se pasó una mano por el cabello.
—Los dos están locos. Y aún así, aquí estamos.
Se hizo un breve silencio, cómodo. Los tres mirando hacia la calle como si esperáramos que algo más llegara. Pero solo pasaban autos. Gente. Gotas dispersas que el viento arrastraba.
—Gracias por esto —dije al fin, bajito—. Por sacarme.
—Siempre —dijo Noah.
—Aunque tengas la misma energía de un gato mojado por las mañanas —añadió Aria con cariño.
Nos reímos. Porque lo necesitábamos.
Pero por dentro, seguía sintiendo esa presión, ese tirón sutil que no sabía a dónde me estaba arrastrando.
La noche llegó sin hacer ruido.
Cenamos en casa. Mara hablaba poco, como siempre. Asher subió temprano, dijo que tenía tarea, pero dejó su cuaderno de códigos abandonado en el sillón.
Lo hojeé cuando nadie miraba.
Vacío.
Ni una sola página sobre los símbolos. Ni un boceto, ni un apunte.
Como si nunca hubiera estado interesado.
Me fui a dormir con una extraña sensación de pérdida.
No sabía qué había cambiado…
pero algo sí lo había hecho.
𝘌𝘴𝘢 𝘯𝘰𝘤𝘩𝘦...
El sueño volvió.
Pero no fue como los otros.
Era más brumoso, como si lo viera a través de un velo húmedo.
Corría por un campo abierto. No había árboles, ni símbolos, ni figura oscura.
Solo una voz.
No era la misma de antes.
Era más suave, casi un susurro dentro de mí.
No decía mi nombre esta vez.
Solo una frase:
“No llegues tarde.”
Desperté agitada, aunque sin miedo.
El reloj marcaba 3:33 a. m.
Otra vez.
Pero esta vez no me sentí observada.
Me sentí… esperada. Me quedé en la cama, respirando despacio, intentando que el eco de la voz desapareciera.
“No llegues tarde.”
Las palabras giraban en mi cabeza, sin un sentido claro, pero con un peso extraño. ¿A qué hora? ¿A qué lugar?
Miré el techo, la luz tenue de la luna colándose por la ventana, y sentí el frío recorrer mi piel, aunque la habitación estuviera cerrada.