Herencia de Sombras

Capítulo 4.

El día antes de que algo cambie.

A veces, lo que cambia una vida no es el momento

en que todo ocurre, sino el día antes,

cuando nada parece diferente… pero ya lo es.
— Alda Merini

La lluvia no había cesado desde la madrugada.
Era más fina que de costumbre, como un velo suspendido en el aire.

14 de agosto. Viernes.

Un día antes.

Me desperté sin saber qué hora era, solo que había dormido poco, mal. La voz del sueño todavía latía en la parte más baja de mi pecho.
“No llegues tarde.”
¿Tarde a qué? ¿Quién me habla? ¿Por qué yo?

Me levanté y revisé el celular: sin mensajes nuevos, sin llamadas. Solo la pantalla en negro reflejando mi rostro más pálido de lo normal.

La casa estaba tranquila.

Mara había salido temprano. Lo supe por la nota escrita con su caligrafía precisa:

“Volveré antes del anochecer. No olvides comer. —M.”

En la cocina encontré a Asher con cereal, una sudadera vieja y sus auriculares puestos. Ni rastro de cuadernos ni pantallas con símbolos. Solo videojuegos pausados y libros sin abrir.

—¿No vas a seguir con lo que investigabas? —pregunté mientras servía café.

—¿Los símbolos? Nah… era divertido al principio, pero se volvió todo críptico y sin sentido. Ya me aburrió.

—¿Y si no eran sin sentido?

Asher me miró por encima del tazón.

—Entonces alguien con más paciencia que yo lo resolverá.

Y volvió a sumergirse en su pantalla.

Yo asentí en silencio, pero por dentro… algo no encajaba.

Me fui a mi cuarto, con el café aún caliente en las manos. Afuera, la lluvia repiqueteaba contra los cristales como si midiera el tiempo.

Una cuenta regresiva invisible.

Pasaba del mediodía cuando sonó el timbre.

Bajé con una ligera sospecha de quién sería, y no me equivoqué.

Aria estaba del otro lado con su chaqueta favorita, dos cafés en la mano y un gesto que parecía mezcla de preocupación y excusa mal planeada.

—Te traje cafeína. No podías decir que no.

—¿Siempre entras sin anunciarte?

—¿Y si lo hiciera perdería el encanto?

Sonreí apenas y la dejé pasar.

Subimos a mi habitación y nos sentamos en el suelo, como siempre hacíamos. Ella dejó los cafés en el alféizar de la ventana y me miró con los ojos entrecerrados.

—Estás rara. Desde hace días. Y no me digas que es solo estrés por tu cumpleaños, porque te conozco más de lo que tú te conoces.

—No es nada grave —mentí.

—No dijiste “no es nada”. Dijiste “no es grave”. Eso ya es otra cosa.

Suspiré, pero no respondí. Me recosté boca arriba, mirando el techo.

Aria también se recostó, a mi lado, como si estuviera esperando a que soltara algo.
No lo hice.

—¿Sabes? A veces tengo la sensación de que tú estás en un mundo y el resto de nosotros en otro —murmuró—. Como si vivieras con un pie en otra parte.

Eso me hizo girar la cabeza hacia ella.

—¿Y tú? ¿Dónde vives?

—Yo... en este. Por ahora. —Hizo una pausa— Pero si alguna vez decides cruzar al otro… te seguiría.

La miré, sin saber si estaba bromeando o hablando en serio. Con Aria, nunca se sabía del todo.

—Gracias por el café —susurré.

Ella sonrió.

—Gracias por existir, Umbrelle.

Y en ese momento, aunque nada estuviera resuelto, aunque el mundo siguiera pesando…
me sentí un poco menos sola.

Nos quedamos así un rato. En silencio.
Con las manos cruzadas sobre el pecho, mirando el techo como si en él estuvieran las respuestas que ninguna de las dos se atrevía a decir en voz alta.

Aferrarnos a lo cotidiano era la forma más discreta que teníamos de no perdernos.

—¿Quieres ver la ropa que te compramos otra vez? —dijo Aria de pronto—. Porque tengo fotos de ti probándote el vestido negro, y una de ellas merece hacerse meme.

—Noah dijo que las borraría.

—Noah miente. Es un arte que ha perfeccionado.

Justo entonces, como si lo hubieran invocado, alguien tocó la ventana del cuarto con el dedo.

Nos giramos al mismo tiempo.
Allí estaba él.

Parado en el pequeño tejado que daba al segundo piso, con una bolsa de panecillos en una mano y su típica expresión de “¿por qué no me están esperando?”.

—¿Podemos hablar de los límites de lo legal? —le pregunté al abrir.

—Los panecillos caseros cruzan cualquier frontera moral —respondió entrando—. Además, la puerta de abajo está abierta.

—¿También entraste sin tocar?

—¡Aria me enseñó!

—Soy una pésima influencia —dijo ella, orgullosa.

Nos acomodamos los tres en el suelo, rodeados de vasos, migas de pan y bolsas de ropa nueva. Noah sacó su celular y puso una lista de reproducción suave. Canciones lentas, cálidas, con guitarras nostálgicas.

—¿Mañana tienes planes? —preguntó Aria de pronto.

—No lo sé.

—Cumples 18, Blume. Algo deberíamos hacer. No puedes solo mirar la lluvia por la ventana mientras escribes poesía mentalmente.

—Yo no escribo poesía mentalmente.

—Claro que sí —dijeron los dos al mismo tiempo.

Me reí. Y por un instante, solo uno…
la oscuridad se detuvo.

Todo se sintió como antes.
Como si nada hubiera cambiado aún.

Como si todavía estuviéramos a salvo.

A veces, cuando todo parece tambalearse, lo único que sostiene son los recuerdos que compartimos con quienes importan.
Y esa tarde, entre panecillos y canciones suaves, fue como si el tiempo se doblara sobre sí mismo y nos devolviera por un instante a lo que fuimos.

—¿Te acuerdas cuando nos perdimos en el bosque detrás del viejo campo de entrenamiento? —dijo Noah, con la cabeza recostada en la pared—. Tú querías “explorar” y Aria iba grabando como si fuera una película de terror.




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