La calma también puede ser ruido.
No tengo miedo de morir, tengo miedo de no
haber vivido lo suficiente.
— Philip Seymour Hoffman
El lunes amaneció con el cielo opaco.
No llovía, pero el aire se sentía denso, como si Greyhaven volviera a cubrirse con ese velo invisible que lo volvía irreal.
Caminé hacia el instituto arrastrando los pies, sin haber dormido realmente.
El anillo estaba en mi mochila, otra vez.
A veces pensaba en tirarlo.
Y otras… sentía que él me estaba sosteniendo a mí.
Entré al aula de siempre.
Matemáticas.
Otra vez.
Y por primera vez desde que llegó, Auren no estaba.
No me di cuenta de que lo estaba buscando hasta que comprobé que su silla estaba vacía.
—¿Y bien? —la voz de Aria me sobresaltó al sentarse a mi lado—. ¿Dónde está tu chico misterioso?
La miré de reojo.
—No es “mi chico”.
Ella sonrió, ladeando la cabeza.
—Bueno, desapareció. ¿Qué pasó? ¿Discutieron? ¿Te dijo algo raro? ¿Tiene novia en otra ciudad? ¿Descubriste que es un espía ruso?
No pude evitar soltar una risa breve y seca.
—Nada de eso.
—Blume… estás diferente. Desde hace días. Te veo... apagada. Como si no estuvieras del todo aquí.
No respondí enseguida.
Me costaba.
No por ocultar algo… sino porque ya no sabía qué sentía.
—Estoy cansada, Aria —dije al fin—. Solo eso. Frustrada. Confundida.
Es como si todas mis emociones estuvieran peleando por salir al mismo tiempo y…
no sé a cuál escuchar.
Ella se quedó en silencio.
—¿Te hice algo? —preguntó en voz baja.
La miré.
—No. Tú no.
Solo necesito… un poco de espacio. Tiempo. Estar sola.
Aria asintió despacio.
Y aunque no dijo nada más, sus ojos lo entendieron todo.
La clase siguió.
Pero yo no.
Mi mente se quedó atrapada en otro lugar.
Uno donde los recuerdos y los sueños comenzaban a mezclarse… y ya no distinguía lo que era real.
El día terminó como una niebla espesa.
Los pasillos del instituto se vaciaron con la misma rapidez con la que el sol se escondía detrás de los edificios.
Yo caminé sin despedirme de nadie.
Necesitaba volver.
A ese lugar silencioso, seguro…
o al menos, eso quería creer.
Al llegar a casa, todo estaba en su sitio.
Demasiado en su sitio.
Como si el mundo se estuviera preparando para desmoronarse en orden.
Subí a mi habitación y dejé la mochila sobre la cama con más cuidado del que admití.
La abrí.
Lo sabía desde antes de buscarlo: el anillo estaba ahí.
Brillando.
Latiendo.
No dudé esta vez.
Lo tomé entre los dedos.
Y lo deslicé en mi dedo anular.
Encajó como si siempre hubiera pertenecido ahí.
En ese instante, un escalofrío recorrió mi cuerpo.
Me senté.
Abrí el libro que había escondido bajo una caja de cuadernos.
Lo coloqué sobre mis piernas.
Las hojas se movieron solas, una brisa que no existía agitándolas hasta que se detuvieron en una página marcada por una tinta extraña, con símbolos que no entendía y manchas como de ceniza dorada.
Y entonces…
Los ojos.
Otra vez.
En medio de la página, sin estar dibujados, sin estar escritos…
dos ojos gris plata, casi transparentes,
comenzaron a emerger de la textura del papel.
Me incliné, sin poder apartar la mirada.
Y fue entonces cuando lo sentí.
Un zumbido, profundo, detrás de mi sien derecha.
Una vibración que me obligó a tocarme el rostro.
Corrí al espejo.
Mis ojos estaban abiertos de par en par, y en el derecho…
el halo.
Pero ya no era negro.
Era dorado.
Intenso. Luminoso.
Como si algo dentro de mí hubiera despertado del todo.
—¿Qué significa esto…? —susurré, tocando el borde de mi ojo.
Pero el reflejo no respondía.
Solo los ojos grises del libro.
Solo el anillo brillando más fuerte.
Solo yo…
ya no siendo completamente yo.
Me aparté del espejo, todavía temblando.
El anillo brillaba en mi dedo.
El halo dorado en mi ojo derecho ya no era un borde tenue:
casi lo había consumido todo.
—¿Blume?
La voz de Asher me hizo girar en seco.
Estaba en la puerta, con los ojos abiertos, mirando justo donde no quería que mirara.
—¿Qué te pasa en el ojo?
Su voz no sonaba asustada… pero tampoco tranquila.
Solo confundida.
Como quien ve algo imposible, pero no sabe cómo nombrarlo.
Me llevé la mano al rostro de inmediato.
—Nada. Solo… solo es una luz. El reflejo.
—Eso no era un reflejo, Blume —insistió él, dando un paso más dentro—. ¿Estás usando lentillas raras o…?
Lo interrumpí.
—Estoy bien, ¿sí? Solo fue un mal día.
Asher frunció el ceño, pero no insistió.
Como si algo le dijera que no era el momento.
Se quedó en el umbral por unos segundos más… y luego, se marchó.
La noche cayó más rápido de lo habitual.
Greyhaven parecía guardar la respiración.
Me acosté sin apagar la lámpara.
No quería cerrar los ojos.
No después de todo lo que había pasado.
Pero entonces, la vi.
Sobre mi escritorio.
Una rosa negra.
Exactamente igual a la que había aparecido antes.
Sus pétalos oscuros, como si fueran hechos de terciopelo seco.
Me levanté, caminé hacia ella…
pero al tomarla, se deshizo en mi mano.
Y después, sin entender cómo, mis párpados se cerraron.
Solo un segundo.
◇
Y al abrirlos…
ya no estaba en mi habitación.
El aire era más frío.
Más húmedo.
El cielo, opaco.
El suelo bajo mis pies, cubierto de hojas secas.