Herencia de Sombras

Capítulo 22.

El archivo.

Y al mirarme en el espejo, comprendí

que no siempre soy yo quien me

devuelve la mirada.
—Sylvia Plath

Me quedé inmóvil, observando ese holograma como si el reflejo pudiera devorarme. Detallaba cada rasgo con precisión: la caída de mi cabello oscuro, la forma de mis labios, las líneas de mi rostro… pero no era yo, no del todo. Era ella. Era Sarelith.

La figura habló, y su voz me arrancó de mis pensamientos.

—Hola, Blume. Si estás viendo esto, significa que ya lo descubriste… o quizá aún no por completo.

Me estremecí. La voz sonaba como la mía, pero con un matiz distinto: más firme, más segura, como si en cada palabra llevara siglos de experiencia que yo no tenía. Tragué saliva y, sin saber por qué, me senté en la silla más cercana, como si necesitara anclarme a la realidad.

—Sé que tienes dudas —continuó—.

Sin pensarlo, asentí.

—Toma el anillo. Póntelo… y no te lo quites por nada.

Fruncí el ceño, recelosa. Aun así, mis manos se movieron por inercia. Tomé el anillo del suelo y lo deslicé en mi dedo anular. Apenas el metal rozó mi piel, la habitación se iluminó. Frente a mí, se desplegó una especie de pantalla traslúcida, como un espejo líquido que respiraba. Ahí estaba todo. Nombres, fechas, símbolos. Era como si el anillo fuera una llave a un archivo imposible, uno donde cada secreto estaba expuesto sin piedad.

Mis ojos recorrieron los apartados. El primero tenía mi nombre: Blume Sarelith Umbrelle. Debajo, se desplegaban datos simples: edad, cumpleaños, linaje. Pero más abajo había nombres que me helaron la sangre: mi madre. Asher. Noah. Aria. Zareth. Todos estaban ahí, escritos como si fueran parte de un destino trazado mucho antes de que yo respirara por primera vez.

Alcé mi mano temblorosa y toqué el apartado con mi propio rostro. El archivo se abrió en un destello y de él se desprendieron más secciones, ramificaciones infinitas que parecían multiplicarse: Linaje, Marca, Umbral, Destino. Cada palabra parecía palpitar, como si no fueran simples datos, sino verdades vivas.

Y entonces lo vi. Un apartado separado del resto. Su nombre brillaba en un tono más oscuro, más denso.

Sarelith.

Mi respiración se detuvo.

—Veo que ya lo encontraste —dijo la proyección, y por primera vez sonrió, aunque no era un gesto cálido. Había algo de advertencia en sus labios.

—Ese anillo lleva tu herencia, tu condena y tu fuerza. Escúchame bien, Blume: si quieres sobrevivir, tendrás que hacer exactamente lo que yo te diga.

Me quedé con la mano suspendida sobre el nombre, incapaz de tocarlo. La proyección me observaba con paciencia inquietante, como si supiera que en cuanto lo hiciera, nada volvería a ser igual.

Contuve el aliento. El silencio de mi habitación se volvió insoportable. Todo en mí gritaba que lo hiciera… y al mismo tiempo, que huyera.

Pero ya no había vuelta atrás.

Sarelith volvió a hablar, su tono era firme pero con un matiz que parecía casi cómplice:
—Toca el apartado con tu nombre... Sarelith.

Tragué saliva, mi dedo tembló apenas antes de rozar el aire frente a la proyección. Apenas lo hice, una serie de símbolos y palabras se desplegaron como si una corriente invisible hubiera abierto un libro interminable. El holograma brilló con tonos dorados y oscuros a la vez, y de allí comenzó a desprenderse una gran historia, escrita y narrada con imágenes en movimiento.

Era mi historia.
El inicio no me sorprendió: “el día en que todo comenzó”. Pero verlo representado, sentir la fuerza con la que las memorias se ordenaban, me estremeció. Mi pecho se apretó, como si mi propia sangre reconociera esa verdad y quisiera rebelarse.

Giré la cabeza hacia la ventana, quizá buscando un respiro, y lo que encontré me dejó sin palabras. El cielo ya no estaba teñido de la noche. Los primeros rayos se colaban entre las cortinas. Alcé las cejas con un sobresalto y, con pasos torpes, busqué el reloj de la mesita. 7:35 a. m.

Me quedé inmóvil, sin procesar cómo las horas se habían deshecho entre mis dedos sin que me diera cuenta.

Entonces escuché el crujido de la madera en el pasillo. Pasos. Se acercaban.
El pánico me atravesó. Miré el holograma que aún se extendía ante mí, resplandeciente, imposible de ocultar. Sin pensarlo, golpeé el anillo con la palma de la mano, una y otra vez. La luz vibró y, finalmente, se disolvió en fragmentos diminutos que se deshicieron en el aire como polvo de estrellas.

Apenas tuve tiempo de recobrar la calma cuando la puerta se abrió.
Era mi madre.

—Blume —su voz sonaba cansada, dulce y preocupada al mismo tiempo—, no has estado durmiendo bien, ¿verdad?

La miré. Quise inventar una excusa, pero ¿para qué? Era mi madre. Mi silencio lo decía todo. Solo asentí.

Mara se acercó, con esa ternura que siempre había intentado ocultar tras su firmeza. —Blume, cariño, sabes que puedes contarme lo que pasa. Sé que esa herencia es lo que no te deja dormir, que los sueños te persiguen… pero puedes confiar en mí, lo sabes, ¿verdad?

Una parte de mí se quebró.
—Lo sé, mamá… pero estoy bien.

No lo estaba, y lo sabíamos las dos. Sin embargo, ella no insistió. Se limitó a rodearme con los brazos. Su abrazo era tibio, frágil, y yo lo devolví con una fuerza contenida, como si temiera que si me aferraba demasiado, se rompería. Por un instante, solo un instante, todo el caos desapareció.

Mara se separó un poco, como si hubiera recordado algo urgente. Sus labios se entreabrieron, dudó, y entonces lo dijo:
—Blume… sé que esto es muy repentino y que no estaba planeado, pero tu padre…

Se detuvo. Su voz se quebró en esa pausa. La miré, buscando una señal, cualquier pista que completara lo que no decía. Ella se aclaró la garganta, intentando recomponerse, y finalmente dejó escapar la verdad:
—Tu padre regresa. Hoy.




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