El umbral del eclipse.
La herida es el lugar
por donde entra la luz.
— Rumi
Caminamos hacia el bosque.
Ese bosque que conocía tan bien… el mismo donde pasé mi infancia, donde me escondía cuando el mundo dolía demasiado.
—¿Estás bien? —preguntó Zareth, mirándome de reojo.
—Sí… lo estoy. —mentí.
Ya no dejaría que los sentimientos me dominaran. No ahora. No después de todo lo que había dejado atrás.
Llegamos a la cueva. La misma donde todo comenzó, donde las sombras me hablaron por primera vez. Desde fuera parecía igual que siempre, una simple grieta entre rocas antiguas. Pero al entrar, lo sentí distinto. No era fría ni húmeda como una cueva común. Era cálida. Viva. Familiar.
El anillo en mi dedo comenzó a titilar, irradiando una luz suave.
Seguimos avanzando entre las sombras hasta llegar a lo que parecía un muro sin salida. Pero algo… algo en mí me empujaba hacia adelante.
El anillo brilló con una luz azul resplandeciente, y entonces lo vi: el símbolo.
El mismo que había visto tantas veces en mis sueños.
Dos círculos entrelazados, como lunas enfrentadas. En el centro, una estrella de cuatro puntas plateada, rodeada de astros diminutos, de líneas que parecían constelaciones en equilibrio.
Giré para mirar a Zareth… pero ya no estaba.
El aire pareció volverse pesado.
Un escalofrío recorrió mi espalda, pero lo contuve, enterrándolo muy dentro, donde el miedo no pudiera alcanzarme.
Suspiré, volviendo al símbolo.
—Okey… veamos qué haces. —murmuré.
Pasé la yema de mis dedos por las líneas grabadas. Al hacerlo, el color dorado de mi ojo derecho regresó. No podía verlo, pero lo sentía arder, vibrar.
La marca volvió a aparecer en mi rostro, más viva, más clara. Su pulso se sincronizó con el de mi corazón.
Toqué la pared una y otra vez, buscando algo, cualquier mecanismo oculto.
—Y aquí estoy… Blume Umbrelle, la chica invisible de la ciudad, intentando abrir un pasadizo secreto hacia otro mundo… —dije con sarcasmo, intentando romper el silencio, aunque mi voz se perdió entre los ecos.
—En verdad me voy a volver loca… —susurré.
Entonces lo recordé.
El holograma.
Me quité el anillo, que aún brillaba, y lo observé detenidamente, buscando algún indicio, algún punto que activara el despliegue de la pantalla.
Golpeé suavemente el cristal con los dedos… nada.
Un segundo intento… tampoco.
La frustración empezó a crecer dentro de mí, un fuego que ardía entre impotencia y miedo.
—Vamos… ¡funciona! —dije, apretando el anillo con fuerza.
Nada.
Silencio.
Hasta que el aire cambió.
Una corriente fría recorrió la cueva y el símbolo comenzó a brillar por sí solo con una intensidad que me obligó a entrecerrar los ojos. Las líneas danzaban, vivas, como si respiraran bajo mi piel. Sentí un ardor profundo en el pecho, un relámpago dorado que lo cruzó como una lanza, aunque no me hizo daño. Luego, el dolor punzante apareció en mi muñeca izquierda: una línea dorada se dibujaba, trazo por trazo, grabándose en mi piel como un tatuaje que latía con vida propia.
No dolía, pero podía sentir cómo algo dentro de mí… cambiaba. El aire se volvió denso. Cada respiración era más pesada, y el anillo en mi dedo brillaba tan fuerte que por un segundo creí que iba a estallar. Entonces, todo se apagó.
Silencio. Oscuridad absoluta.
Ni siquiera escuchaba mis pensamientos.
El anillo se apagó, el símbolo en la roca se disolvió, y cuando creí que todo había terminado, una grieta se abrió bajo mis pies. Una luz dorada —mezclada con un resplandor carmesí— emergió desde las profundidades, y sin poder sostenerme de nada, caí.
El vacío me envolvía, y a través de él vi rostros —fragmentos de recuerdos suspendidos en el aire—: Aria riendo bajo la lluvia, Noah mirándome con esa mezcla de duda y afecto, Asher y su curiosidad incansable, mi madre, su sonrisa… su voz. Pero no podía aferrarme a ninguno. Todo se desvanecía.
Mientras caía, mi cuerpo comenzó a transformarse. La ropa se disolvía como humo, reemplazada por una armadura negra con reflejos plateados. Era ligera pero resistente, con detalles en forma de lunas entrelazadas y grabados que se movían lentamente, como si respiraran. Un cinturón de cuero sostenía una daga de hoja curva, y sobre mis hombros caía una capa corta, desgarrada en las puntas, teñida de un tono oscuro que parecía absorber la luz. En mis manos, unos guantes que se ajustaban a la perfección, dejando brillar los símbolos dorados que ahora marcaban mi piel.
Y entonces… toqué el suelo.
No caí de rodillas, ni tropecé. Aterrizé con firmeza, con equilibrio. Sentí una fuerza nueva recorriéndome, algo antiguo y poderoso latiendo junto a mi corazón.
Frente a mí se alzaba el Palacio Luminaris.
Era majestuoso, construido de piedra blanca que parecía emitir su propia luz. Las torres ascendían hasta perderse en un cielo gris, y las vidrieras reflejaban constelaciones que se movían lentamente, como si el tiempo en aquel lugar transcurriera de otra forma. Columnas cubiertas de enredaderas plateadas se extendían por los muros, y a sus pies, un lago negro reflejaba la estructura con una perfección inquietante.
Pero el aire… el aire era distinto.
Un humo rojizo flotaba alrededor, como un eco de fuego, serpenteando entre las ruinas y los árboles secos. Sin embargo, a medida que avanzaba, aquel humo se disipaba. Retrocedía.
No porque yo lo ordenara.
Sino porque me reconocía.
Como si todo ese lugar —la tierra, el aire, las sombras— supiera exactamente quién era yo.
Mientras caminaba hacia la entrada del palacio, sentía que todo a mi alrededor estaba vacío, silencioso, como si solo existieran la voz en mi cabeza y el eco de mis propios pasos. Pero, a medida que me fui acercando, la niebla rojiza que cubría el suelo comenzó a disiparse, y lo que creí un lugar desierto cobró vida ante mis ojos.