"Las guerras dejan cicatrices más hondas que los sables. A veces, los supervivientes son quienes llevan las heridas más profundas."
Kael Thoren
1 El fuego cae del cielo
La noche sobre Velmor fue arrancada del firmamento por las llamaradas. Donde antes reinaba la calma de un planeta apartado y neutral, ahora estallaban columnas de fuego y metal fundido. Desde los cielos, naves de diseño oscuro —sin marcas, sin emblemas, sin bandera— surcaban en picado los campos de cultivo, los asentamientos rurales y las torres de vigilancia.
El estruendo era ensordecedor. Edificios colapsaban. Árboles milenarios ardían. Gritos humanos y alienígenas se confundían con el zumbido de disparos bláster. Y, en medio del caos, un niño de apenas siete años corría, jadeando, con la respiración cortada por el humo y el miedo.
Aizen.
Sus pies descalzos golpeaban la tierra reseca, aún vibrante por las explosiones. Su túnica, demasiado grande para su cuerpo pequeño, ondeaba como una sombra tras él. No lloraba. No gritaba. Solo corría, impulsado por una voluntad que ni él comprendía.
¡Aizen! una voz femenina gritó a lo lejos, entre los escombros. ¡Corre al santuario! ¡Haz lo que te enseñamos!
Era su madre a quien vio por última vez desde el umbral del templo familiar, levantando una barrera de energía con sus manos extendidas mientras soldados encapuchados disparaban sin piedad. Su padre estaba a su lado, sable en mano, la hoja roja encendida por primera vez en años. Aizen no entendía por qué la hoja de su padre era diferente a la de los protectores que había visto en los antiguos registros Jedi.
Lo último que escuchó fue la detonación. Lo siguiente fue silencio.
2 El santuario subterráneo
Aizen se deslizó por la grieta que conducía al escondite secreto bajo el altar de piedra. Estaba oscuro, húmedo y frío. Se acurrucó en un rincón, rodeado por viejos manuscritos, cristales kyber en bruto y estatuillas de origen desconocido. Todo olía a ceniza.
Ahí se quedó. Horas. Tal vez días. El tiempo se desdibujó entre el hambre, el miedo y los murmullos del pasado.
Tenía hambre, pero no buscaba comida. Tenía sed, pero no se movía. Sus ojos, grandes y oscuros, se perdían en un vacío que ningún niño debería conocer. A su alrededor, el eco de la Fuerza vibraba entre las piedras como un susurro lejano. Había dolor en el aire. Y algo más. Algo que lo observaba desde las sombras.
3 Ecos del pasado
Tiempo atrás, ese mismo santuario era un lugar de meditación.
Su padre, un hombre alto y sereno, de mirada grave y melancólica, solía arrodillarse en ese mismo rincón. Aizen lo espiaba entre las columnas, intentando imitar sus posturas. Pero su madre siempre lo reprendía con dulzura.
Tu padre guarda cicatrices muy antiguas, Aizen. Su conexión con la Fuerza es fuerte... pero compleja
Una noche, Aizen lo oyó discutir con su madre.
Nos encontraron. Lo sé. Lo sentí.
-No lo harán. Este planeta está más allá de los conflictos.
Los ecos del Lado Oscuro me llaman. No puedo silenciarlos.
-Entonces lucha contra ellos. Por nosotros.
Aizen no entendía. Pero ahora, entre las ruinas, comprendía el miedo en la voz de su madre. Su padre había sido alguien más antes de ser su padre. Alguien peligroso. Un guerrero.
Un Sith.
4 La llegada del Jedi
Días después, cuando la ceniza ya cubría los restos del templo como un sudario, una nave descendió en medio de la devastación. Su diseño era simple, sin armas visibles, con el emblema de la República grabado en su casco plateado.
De ella descendió un hombre de túnica gris, rostro curtido por las guerras y ojos de un azul apagado: Kael Thoren, Jedi Centinela. No era un héroe legendario, ni un portador de grandes profecías. Era un buscador. Un recolector de ecos, rastros y secretos olvidados.
Su mirada recorrió las ruinas con gravedad. Su mano se posó sobre el suelo, percibiendo el dolor que aún latía en la tierra.
Demasiado tarde. murmuró.
Caminó entre escombros, siguiendo la tenue señal de la Fuerza que lo había guiado hasta allí. Cada paso era un eco de algo perdido. Hasta que la sintió.
Un latido.
Débil. Infantil. Sufriente.
5 El niño entre sombras
Kael descendió al santuario subterráneo empujando una losa caída con su sable azul encendido. La penumbra fue desplazada por un tenue resplandor. Entonces lo vio.
Aizen.
Encogido. Inmóvil. Los ojos abiertos como pozos sin fondo. No se sobresaltó al verlo. Tampoco habló. Solo lo miró, como si ya lo esperara.
Kael sintió la oleada de emociones: miedo, rabia... poder. Un remolino de energía latente giraba en torno al niño, como si algo más grande durmiera dentro de él.
¿Aizen? preguntó con voz suave.
El niño asintió apenas. Kael se arrodilló.
Mi nombre es Kael Thoren. Vengo de la Orden Jedi.
Un silencio denso los rodeó. Kael extendió su mano, sin exigir, solo ofreciendo. Aizen dudó. Luego, como si algo lo empujara, colocó su pequeña mano sobre la de Kael.
En ese instante, el Jedi vio imágenes en su mente: una hoja roja encendida, una voz grave enseñando posturas de combate, una mujer cantando a la luz de los cristales... y una oscuridad que se cernía sobre todo como una ola imparable.
Kael contuvo la respiración. El niño no solo estaba vivo. Era excepcional. Pero también estaba... roto.
6 El funeral sin cuerpo
Kael construyó una pira silenciosa en el centro del templo destruido. No había cuerpos que quemar —la devastación había sido absoluta—, pero los símbolos estaban allí: una túnica desgarrada de Kaedra, aún impregnada del aroma tenue de flores secas, y un sable de luz calcinado, partido en dos, con su carcasa ennegrecida y retorcida por la explosión.
Aizen lo había encontrado entre los escombros de lo que alguna vez fue su hogar.