6 Caminar entre sombras
Los grandes salones del Templo Jedi reverberaban con ecos de siglos. Cada muro, cada columna, cada tapiz bordado con antiguas inscripciones, hablaba de guerras pasadas, de tratados sellados, de padawans caídos y Maestros redimidos. Era un lugar de historia, sí, pero también de juicios no escritos, de miradas que pesaban más que las palabras.
Aizen caminaba junto a su maestro, envuelto en una túnica sobria, la capucha baja, la máscara cubriendo su rostro. El triángulo amarillo brillaba débilmente bajo la luz que se filtraba desde los altos vitrales, como una chispa al borde de extinguirse o encenderse del todo. A cada paso, el murmullo aumentaba. No se trataba de palabras alzadas, sino de cuchicheos que cortaban más que un sable de luz.
Ese es el chico...
¿Lo ves? La máscara... como si ya no supiera quién es.
Tan joven... y ya marcado por la oscuridad.
Las voces no eran nuevas. No para Aizen. Las había escuchado desde el primer día que pisó esos pasillos, cuando apenas era un niño flaco, con los ojos desiguales y una presencia incómoda. Ahora eran más persistentes, más venenosas. Como si la máscara les hubiera dado permiso para juzgar con mayor libertad. Como si el simple hecho de cubrirse el rostro confirmara sus temores: que no era uno de ellos. Que nunca lo sería.
Kael los oía también. Sus pasos no se detenían, su porte era el mismo de siempre: firme, templado, con la quietud de quien ha librado batallas internas más duras que cualquier duelo con sable. Pero en su mandíbula apretada, en la tensión leve de su cuello, Aizen percibía que su maestro también lo sentía. La sospecha. La condena disfrazada de cautela.
Y sin embargo, caminaban.
Dentro de Aizen, las voces crecían. Algunas eran externas. Pero otras... otras eran más difíciles de silenciar. Algunas le hablaban con su propio tono, repitiendo palabras que jamás dijo. Otras sonaban como su madre, dulces y temerosas. O como su padre, grave y lejana, con ecos que el cristal que colgaba de su cuello parecía amplificar como una cámara de resonancia del pasado.
"¿Y si tienen razón?"
La pregunta flotó en su mente como una astilla. No era la primera vez que se la hacía.
Ante ellos se alzaban las puertas del Consejo, altas, imponentes, como una boca cerrada que no dejaba entrar la duda ni el aire fresco del cambio. A sus lados, dos Centinelas Jedi aguardaban en posición recta. Uno de ellos, el Maestro Zho Lin, era una figura delgada y recta como una lanza. Su túnica era inmaculada, su postura, casi agresiva en su rigidez.
Dio un paso al frente. Su voz, al igual que su mirada, era fría y cortante.
Kael Vornar, pronunció, con una entonación que sonaba más a acusación que a saludo. El Consejo no ha autorizado este viaje. El entrenamiento de tu aprendiz aún no ha concluido.
Kael se detuvo. Aizen también.
El entrenamiento dentro de estos muros ha terminado, respondió Kael sin alzar la voz. Ahora es momento de aprender más allá de los límites del dogma.
Zho Lin alzó una ceja, como si esas palabras le parecieran un insulto disfrazado de filosofía.
¿Y lo llamas sabiduría? replicó con desdén ¿Llevar a un muchacho inestable, con herencia oscura y un cristal rojo colgando del cuello, fuera del alcance del Consejo? ¿Le confiarías semejante poder sin supervisión?
Aizen sintió el calor ascenderle por el pecho, como una llamarada que no ardía en la piel, sino en la mente. El cristal colgado en su pecho vibró levemente, como si respondiera a la provocación.
Pero no habló.
Kael sí lo hizo.
Confundes vigilancia con guía, Zho. Él no necesita vigilancia. Necesita verdad. Y en este templo, ya no la encontrará.
¿Y qué ocurrirá cuando ceda al legado que corre por sus venas? insistió Zho Lin. ¿Cuándo la oscuridad lo reclame? ¿Qué dirás entonces, Kael Vornar?
Kael se aproximó un paso, apenas, pero suficiente para que el aire entre ambos se volviera espeso.
Entonces estaré allí, dijo con una calma férrea, para mostrarle que no nació para repetir la historia. Sino para escribir la suya.
Las palabras quedaron suspendidas como una sentencia. Un silencio se extendió por el pasillo, denso, solemne. Ni siquiera los murmullos se atrevieron a quebrarlo. Los Centinelas cruzaron miradas. Finalmente, como si una orden tácita se hubiera emitido, dieron un paso atrás. Las puertas no se abrieron. Tampoco fue necesario. La respuesta ya estaba dada.
Kael y Aizen siguieron caminando, sin prisa. En sus espaldas, los murmullos regresaron, pero ya no eran cuchillas. Eran ecos lejanos.
Camino al hangar, la luz del exterior comenzaba a filtrarse más cálida. Un atisbo de cielo abierto más allá de las murallas.
Aizen habló, su voz amortiguada por la máscara.
¿Crees que tienen razón?
Kael no se detuvo. Lo miró de reojo, apenas, con esa media sonrisa que solo mostraba cuando sabía que su aprendiz estaba a punto de cruzar un umbral importante.
Lo importante no es lo que ellos crean. Sino lo que tú estés dispuesto a demostrarles.
Aizen bajó la cabeza. Y por primera vez, desde hacía mucho, sonrió detrás de la máscara. No por arrogancia. No por desafío. Sino porque entendía, al fin, que su silencio también era una forma de hablar.
Una promesa hecha a sí mismo.
Una historia aún por escribirse.
7 El planeta sin nombres
La nave descendía entre nubes grises y fragmentos de luz, como si cortara el velo de un sueño antiguo. El cielo parecía sostener una tormenta que nunca terminaba de caer, cargado de estática y presagios. A través del visor frontal, Aizen observó la superficie del planeta desplegarse con una belleza cruda y arcaica: extensiones de llanuras oxidadas que reflejaban tonos rojizos bajo la luz tenue, cañones profundos hendidos por siglos de erosión y tormentas, y en el horizonte, formaciones de roca que se alzaban como costillas de un coloso dormido, meciéndose levemente con el viento, como si el mundo mismo respirara.