Heridas Invisibles

I.

—Alzare il gomito tutti, andiamo! —Fueron las palabras del hacendado, il signore Adriano, antes de descorchar el champagne en la mesa principal, desencadenando el burbujeo de la bebida que se perdió en la húmeda tierra y el tierno pasto, y los aplausos de los invitados aglomerados en el abundante patio trasero del Rancho Callahuge. La orquesta comenzó a entonar O sole mío en honor del signore, canción que obtuvo gritos de alegría y emoción por parte del mismo a pesar de que no todas las personas que él amaba estaban allí para celebrar el 32 aniversario de su rancho; el hijo, ese adorado y renegado hijo, de él no ha escuchado nada en años. Daría su vida por enmendar los errores del pasado, pero esas heridas hace mucho fueron olvidadas.

Hermosa es la tarde de abril en la que el jardín del Rancho se engalana de júbilo y alegría, entre socios, empleados y viejos amigos y colegas del medio, incluso, uno que otro rival en el mercado. La fresca brisa lleva la risa y el olor de la comida hasta las mesas y carpas dispuestas para la fiesta, allí, la explosión cultural country-italiana se ve más reflejada que nunca, con una banda que ha preparado una selección musical para complacer ambas partes por igual; mientras que en las mesas se encuentran platillos provenientes del “país de la bota” y del western, las aceitosas y crujientes hamburguesas de carne de res preparada (desde la primera infancia de la vaca hasta su arribo a la parrilla) en el rancho, junto a un par de pizzas “de la casa”, dos o tres anafres donde los chef no dejan que la carne se pase de su punto exacto, adobándola con salsas secretas que sus nonnas embotellaron desde Italia y entregaron con la condición de no revelar los secretos que ocultan.

Pero esa opulencia y ese orden tan estricto que no permite que se agote el champagne ni la birra, proviene de más allá de la fiesta, atravesando los patios de la servidumbre donde mantienen los corrales de los cerdos, los gallineros y tendederos de ropa antecediendo las tomateras y árboles frutales que rodean la propiedad. En el interior de las cocinas, los chef gringos contratados para preparar la comida de aquellos con “gustos especiales” se ven en aprietos ante las matronas dueñas de ese terreno tan sagrado, por fortuna, cuentan con un árbitro que les permite convivir en armonía: Una joven.

La locura del servicio es dirigido por ella con el tesón con que Victor Manuel II luchó por la Unificación Italiana, cuando algo falta ella lo procura y cuando algo sobra le da propósito, se mantiene un límite territorial de independencia y colaboración entre los cocineros, y las bandejas con platillos se exportan a tiempo hacia el bufé. Tiene veintiocho inviernos sobre sus semidescubiertos hombros, el vestido de corte circular deja a la vista sus clavículas y le ciñe el busto abundante como la marcada cintura. Al conocerla, los meseros contratados bajo su mando no pudieron evitar dan un vistazo a sus piernas firmes marcadas por la tela mantequilla color hueso que se le adhiere con gracia, las medias del mismo tono de su piel le dan un brillo aperlado sobre las pantorrillas y los zapatos altos, de tacón cuadrado para poder andar en el césped sin problemas, le dan el aire de sofisticación que hace pensar a cualquiera que es la signora o al menos la figlia del signore, pero no, ella es una empleada más.

—Señora —señala detrás de ella una de las chicas en el servicio de cocina, hacia el pasillo que da a la salida del patio. Los glúteos alzados se perfilan, la cadera forma una “s” en aquellas ropas y el agraciado rostro enfoca hacia el lugar indicado; las facciones en su rostro tienen un aire de sofisticación francés, de pómulos alzados y barbilla partida por una pequeña línea algo masculina, la nariz, cuadrada pero pequeña acompaña a unas cejas decentes, todo enmarcando el dúo explosivo que forman sus ojos oscuros como perlas de noche, brillantes bajo las largas pestañas, tan negras como el cabello que recoge en un moño alto y adorna con unas perlas por aquí y por allá. La mandíbula se tensa y pisando fuerte se dirige al hombre que la observa en el pasillo; no debería estar allí, así que hace un gesto en su dirección para que le siga por un pasillo que da a la sala de estar de la casona.

—No sé qué quieres, pero no tienes nada qué hacer en las cocinas —espeta sin contemplación, pretendiendo devolverlo a la fiesta por una ruta más corta sin cruzar los patios: El pasillo que hicieron en la última remodelación, que da al patio principal, para que el singore diera sus paseos por los frutales sin tener que rodear la propiedad.

—Quería verte en privado. —En su tono se lee un espeso ego y la seguridad de un hombre que está dispuesto a hacer lo necesario para obtener lo que desea, y Daniel Fergusson lleva un par de años deseándola—. Aprovechar para invitarte a tomar una copa. 

Ella se detiene al medio de la sala, afrontando al alto y delgado ejecutivo que, aunque bien parecido y galán, no tendría nunca una oportunidad con la empleada de confianza del signore.

—La respuesta es la misma que antes, Daniel. Ahora, te agradecería que no me interrumpas más en mi trabajo y que vuelvas a la fiesta.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.