Heridas Invisibles

III.

Matilde alarga la mano al medio del tercer corralillo y toma los tres huevos que Gaviota, la gallina que reina en esos aposentos, ha puesto esa mañana. El ruedo de la larga falda no arrastra en el suelo ya que tiene la costumbre de hacerlo en un nudo antes de salir a recoger los huevos para el desayuno de la casa grande, a pesar de que el sol no ha dado su primera luz del día, ella y las matronas que sirven en la casa ya tienen preparados los primeros alimentos de los empleados. Al mismo tiempo que ella comenzó a trabajar en la casa grande, el señor Adriano autorizó dar desayuno a todos los empleados antes de la jornada, y según dicen los capataces, eso ha mejorado el rendimiento.

A Matilde le da bastante igual, tiene dieciocho y simplemente le gusta despertar con el olor del sereno en su patio trasero, recoger los huevos, algunas naranjas para el jugo y hacer lo que se le ordene que haga en la cocina, espera, algún día, tener la autoridad para trabajar sirviendo a los patrones, como su madre, y su madre antes de ella. Tarareando “Cielito lindo”, cruza los porqueros y llega a encontrarse con los empleados que van en busca de su plato, tomando asientos y turnos en el comedor del pórtico trasero, protegidos del frío por toldos removibles de tela.

—Al fin llegas, muchacha —le dice su madre, encargada ese día del desayuno de la casa, le arrebata la canasta con los huevos y naranjas, Matilde rueda sus almendrados y castaños ojos, apartando un mechón de su flequillo igual de castaño como la trenza larga que roza sus caderas y adorna la piel canela que cubre sus jóvenes huesos—. Ándale, corta las naranjas y ayúdame a exprimirlas.

¡Uh!, hay días en que Matilde se lamenta que su familia haya emigrado de México antes de que naciera, buscando huir de los cárteles de droga y la violencia; ella siempre habla de querer visitar más seguido el país de los Aztecas. En fin, es feliz allí, con ese trabajo, viviendo dentro de los terrenos de un señor tan importante como don Adriano, aprendiendo otros idiomas gracias la señora Antonella. Matilde la admira mucho, y cuando la ve llegar, sus ojos se iluminan con asombro.

—Buenos días, señora —dice su madre, doña Cleo, robusta y de cabellos igual de largos que la hija—, el desayuno estará listo pronto.

Va bene—responde ella—. Recuerda usar el aceite de girasol, no más de media tapita, y nada de azúcar en el jugo, usa el endulzante que te di, por favor. Incluye el puré de zanahorias para el signore y el batido de apio.

—Sí, señora —responde la matrona, aunque conoce casi tan bien como ella el menú tan estricto que mantienen para don Adriano.

—Llama a los muchachos, que nadie se vaya, tengo que dar un anuncio. Vuelvo en un minuto.

Antonella deja la cocina, dirigiéndose hacia el patio trasero, da los buenos días a los hombres desayunando en el corredor y cruza las propiedades de los animales y los tendederos para dirigirse a la izquierda del patio hacia los establos. Sus botas negras se manchan con el lodo y el rocío del césped, tierno y verde, la neblina aún cubre mucha de la superficie de los corrales, las avecillas ya elevan el vuelo y aterrizan en la suave tierra para buscar el sustento. Ella ajusta el sombrero en su cabeza y saluda a los hombres que también van entrando a los establos, uno de ellos el capataz Mariano Saldivar, cuya familia vive también, al igual que la de Matilde, dentro de la propiedad, con sus respectivas viviendas, corrales y hortalizas. Mariano saluda a la señora y su hijo, Ilario, de veinticuatro años, también lo hace pero con apretón de manos más informal.

Revisan el itinerario, se escogen los caballos que se usarán ese día y los manda a preparar: desayuno y cepillado. Ella regresa a las cocinas donde encuentra el corredor y el patio ocupado por los empleados que no ven el momento de comenzar con sus rutinas y saber de buena vez qué tienen que decirles, esperan, no sean malas noticias.

—Buenos días —saluda ella, el sol besando las colinas a la lejanía y tiñendo de rosa las espumosas nubes del cielo—. Gracias por estar aquí. Antes de comenzar con la jornada, hay que aclarar ciertos sucesos de ayer: El hijo del patrón regresó. Franco Callahuge estará con nosotros a partir de ahora, il signore no ha explicado aún cuáles serán sus funciones, es posible que por su formación académica ocupe un puesto administrativo. Mientras esto se decide, todo seguirá igual, pero si él llega a requerir algo de ustedes, deben avisarme. ¿Estamos?

Es unánime el entendimiento, y así regresa a la cocina, con las señoras, para repetir lo que ha dicho a los hombres del campo, entre éstas la pequeña hija del capataz Mazariegos, una nena de nueve años, le saluda con alegría de poder faltar a la escuela y ayudar a su madre en la cocina gracias a una “gripa”, Antonella sonríe de regreso y cuando va repitiendo sus palabras, la mujeres exclaman con sorpresa como si la apalabra “administrativo” fuese un delito, Antonella no entiende qué les pasa a las mujeres hasta que gira y encuentra en el pasillo al mismísimo Franco Callahuge.

Franco, muy acostumbrado a la vida de la milicia, ha salido de su habitación, medio dormido y en sus calzoncillo únicamente. Aunque la piel teñida por el sol esta vez luce limpia y sedosa, y los músculos se le han marcado por el duro trabajo y entrenamiento, son las cicatrices de batalla lo que levantan el horror en las mujeres.




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