Había rentado un departamento de mala muerte una vez que volví a la ciudad. El lugar era desolado y sucio. Las paredes y el suelo estaban deterioradas y con grietas. Los muebles que había a mi alrededor era una cama, una mesita de noche, una estufa, un estante y un pequeño armario donde podía guardar mis pocas pertenencias.
Tenía pensado ir a comprar provisiones mientras caminaba por la acera, pero al final regresé al departamento con las manos vacías. El dinero que me quedaba no alcanzaba para comprarme ni una mierda. Necesitaba retomar las peleas porque los últimos trabajos que conseguí no me duraron de mucho. Siempre terminaba en una pelea con alguien y me despedían por ello.
Y meditando la situación, la mejor manera de perder el tiempo era enfrentarme con alguien a cambio de dinero. No tenía nada importante qué hacer ahora que no asistía a la universidad. Había sido expulsado por mi actitud conflictiva con los demás. No era algo de lo que estaba orgulloso, pero tampoco iba a dejar que los idiotas de mis compañeros, en especial los que eran egocéntricos y adinerados, me provocaran.
Despejé mis pensamientos y seguí caminando por la calle. Luego de unos pasos, desvié mi camino hacia el callejón y al otro lado de la calle localicé el gimnasio. Me detuve antes de entrar, recordando que este lugar era el mejor método para huir de todo . El dueño del local, Ernest, un anciano que muy apenas podía andar, fue el que me alentó a inscribirme en las peleas clandestinas que organizaba los fines de semana. No dudé en aceptar la oferta cuando mencionó la cantidad de dinero que obtendría el ganador.
Esperaba encontrar a mis viejos amigos. Aunque la verdad, no creía volver a la mayoría de ellos. No después de que hace unos meses el gimnasio había sido clausurado por las autoridades.
Crucé la puerta e inmediatamente me familiaricé con el ambiente del interior. El ring estaba ocupado por un par de chicos y el aspecto del pequeño bar del fondo era relajador. Continué mi camino, dirigiéndome directamente a uno de los almacenes de entrenamiento sin cruzar palabra con nadie.
Cuando menos pensé, estaba golpeando el saco de boxeo sin piedad mientras recordaba la mirada fría de mi padre justo antes de haber humillado a mi madre físicamente. Había pasado dos años de su muerte, y dos años desde que el maldito huyó de la policía cuando iba ser arrestado por violencia doméstica. La injusticia me llenó cuando no siguieron buscándolo. La rabio fluyó en mi pecho, sintiendo cómo crecía cada día. Irwin, mi padre, seguía libre y eso me mataba. Quería encontrarlo, hacerle pagar cada lágrima que ella derramó y recordarle el sufrimiento que vivió a su lado. En lo más profundo de mi mente, sabía que refundirlo en prisión no sería suficiente para hacerle pagar todo el daño que causó.
Demonios, lo detestaba. Lo odiaba más que a nada en el mundo y sólo pronunciar su nombre me daban ganas de vomitar encima.
—Es bueno volver a verte, Dominic. —Me tomó unos segundos reconocer la voz de Ernest.
Con la respiración agitada, limpié el sudor de mi frente con la parte posterior de mi brazo y lo miré sobre mi hombro. No podía negar que me alegraba volver a verlo. Era una de las pocas personas en quien confiaba.
—¿Qué hay, Ernest? —Di un asentimiento y me volví, lanzando otro puñetazo al saco. Se balanceó hacia atrás y retomé los golpes.
—¿Cuándo volviste?
—Hace dos días.
Hubo una pausa que me ayudó a depositar mi coraje.
—¿Cómo te sientes? —preguntó, con cautela.
Bajé los brazos a los costados y lo miré. Retoricamente, odiaba esa pregunta. No tenía respuesta porque ni yo mismo sabía cómo me sentía. Por un instante quise contestar de mala manera, pero se trataba de alguien que tenía mi respeto y consideración. Desde que llegué aquí cuando era adolescente, Ernest me brindó su ayuda sin juzgar lo jodido que era mi situación.
—Bien. —Me quité las vendas de los nudillos y moví los dedos, relajando los músculos de la mano.
Asintió y en lugar de insistir, me pasó una toalla blanca del estante.
—¿Pelearás está noche?
—Tal vez. —Cogí la toalla y la pasé por mi rostro, los brazos y el cuello.
Suspiró.
—Esa no es una respuesta concreta.
Me contuve a rodar los ojos y me puse la camiseta.
—No quiero presiones. Acabo de regresar, Ernest. —Tomé la mochila del casillero—. Si tengo humor para pelear vendré esta noche.
Volvió a asentir y permanecimos en silencio mientras me acompañaba fuera del almacén.
—Las apuestas son grandes —dijo antes de que yo saliera del gimnasio.
En el momento en que estuve en el exterior, un Camaro se estacionó frente al lugar bruscamente y sonreí al ver el dibujo de una playboy en la esquina del vidrio delantero. Derek salió del auto con ese aura intimidante y parpadeó confusamente cuando me miró. Era uno de mis mejores amigos. Era unos años mayor que yo y su experiencia en el ring era admirable. Sabía los secretos y mecanismos de defensa en una pelea. Siempre me daba consejos sobre ello. Aunque debía admitirlo, era un pésimo entrenador. Se desesperaba con facilidad.
—¿Dominic? —Sonrió, acercándose en unas cuantas zancadas—. Hace tiempo que no te veía, viejo.
—Seis meses, exactamente. —Chocamos los puños y nuestros hombros toparon al crear un medio abrazo—. ¿Cómo has estado?
—Olvídate de mí. ¿Qué pasó contigo? —preguntó, frunciendo el ceño—. Los demás han estado preguntado por ti.
Me encogí de hombros, no queriendo entrar en detalles. Derek sabía lo ocurrido con mi familia, pero sabía que me disgustaba hablar de ello.
Editado: 03.11.2020