CAPÍTULO DOS
«Tal como la deteriorada cubierta de un viejo libro, que al abrirlo cobra vida y valor. O como la piel de una fea oruga se transforma en una hermosa mariposa, la verdadera belleza se oculta a los ojos de los simples, a la espera de la mirada de los valientes.»
Texto extraído del libro: «Manual, La hermandad de las feas.»
Marcus depositó un beso en la mano enguantada de Lady Thompson y no pudo evitar quedarse mirándole fijamente.
—¡Por caridad, la muchacha era más fea de lo que imaginaba! —Ella parecía estar paralizada y le miraba con la cabeza algo inclinada, tímidamente. No contestó a su comentario, ni manifestó reacción alguna.
Con mucho esfuerzo, logró contener su impaciencia y mal humor. Sin dejar de sonreír, saludó a la otra hermana que, por supuesto, era un total esperpento
—¡Por los clavos de Cristo! Esto no puede estarme sucediendo. —Pensaba contrariado el conde.
Mientras a su alrededor se iniciaba una conversación entre los hombres mayores. Marcus continuaba observando a la mujer con la que pretendían obligarle a casarse. La dama había agachado la cabeza, rehuyendo a su mirada y sus mejillas estaban furiosamente coloradas.
Con ojo crítico, examinó su apariencia, sin hallar nada que salvase su feo aspecto; era de estatura promedio, demasiado enjuta y delgada, el vestido, sencillo y poco elegante, le daba un aspecto aniñado, desprovisto de curvas y de atractivo. Y su rostro, solo lo había visto una fracción de segundos, pero le bastó. Tenía una nariz larga y cejas demasiado gruesas.
Por otra parte, su cabello le hacía honor al apodo con el que, según su hermano, le llamaban: Lady Ratón. Pues era de un castaño oscuro, muy lacio y opaco, aunque el peinado que llevaba no ayudaba, estando sujeto en un moño tirante y apretado en la nuca.
—Oh, diablos... no voy a poder hacerlo. —Se lamentó acongojado, lanzando una mirada asesina a su hermano, quien mantenía el rostro impasible, pero para él era evidente que disfrutaba de su situación.
Volvió su vista a la joven y se dio cuenta de que, para adornar el pastel, ella era en exceso tímida y retraída. Se limitaba a quedarse parada allí, mirando sus delgadas manos y bebiendo de su copa. No así su hermana menor, que permanecía erguida y los fulminaba con la mirada, tras sus enormes gafas. Esta tenía unos lindos ojos azules. No obstante, su expresión desdeñosa arruinaba el efecto.
Marcus observó que su padre seguía la charla con el marqués y padre de las damas y reprimió sus ansias de interrumpirles. Regresó la vista a la joven, y constató que seguía en la misma postura. El silencio entre los dos era ensordecedor y muy incómodo.
Su actitud comenzaba a irritarle, ella le ignoraba deliberadamente y eso, por alguna extraña razón, le molestaba; no estaba habituado a que las féminas pasaran de él. Siempre que entraba a uno de aquellos eventos, la mayoría de las damas decentes y solteras se apresuraban a huir en dirección contraria, muchas siendo arrastradas por sus madres, o carabinas, debido a su infame reputación de calavera. Lo que no impedía tener sus ojos siguiéndole por el salón, mirándole embobadas, enviándole sonrisas coquetas y suspiros soñadores. No obstante, Lady Thompson no se dignaba a reparar en él ni por un momento.
—Esto es el colmo, es inaudito —se dijo molesto.
—Entonces... milady ¿Es la velada de su agrado? —soltó de pronto, y al instante quiso patearse por lanzar aquel estúpido comentario.
La respuesta no llegó. Luego de unos segundos, la menor habló.
—¿A quién dirige usted la pregunta, milord?—dijo cortante Lady Abigail.
—Claro, qué torpe soy —se disculpó Marcus, sintiéndose por vez primera como un idiota inexperto
¿Qué demonios le sucedía?
Nadie discutió su último comentario o le excusó, solo se oyó la risa estrangulada de Colin. Así que, con los dientes apretados, continuó:
—Me dirigía a Lady Clara.
La nombrada reaccionó como si le estuviesen acusando de algún delito. Se tensó visiblemente y su cara se puso aún más roja.
—Umm... yo... Sí, milord —arguyó finalmente, tartamudeando y sin levantar su cabeza. Había hablado demasiado bajo, pero pudo escuchar una voz suave y melodiosa que le agradó.
—¿Me permitiría acompañarle hasta las terrazas? Parece usted algo sofocada —pidió sin pensar, y confirmó que estaba enloqueciendo.
Lady Clara se puso inquieta ante su petición y comenzó a negar con la cabeza.
—No, milord, no sé...
—Por supuesto que puede acompañar a mi hija, Lord Lancaster, adelante —interrumpió el padre, ocasionando que ella se sobresaltara.
Con la autorización del marqués, estiró el brazo con elegancia hacia la muchacha, que parecía una estatua. Su padre percibió su parálisis y le dio un suave empujón hacia él.
Con evidente reticencia, la joven posó la mano sobre su brazo, apenas rozándole, tal y como dictaba el protocolo social. Y se alejaron del grupo, sorteando a las personas, con rumbo a las puertas que daban a la parte trasera de la casa.
La dama mantenía una postura tan tensa, que Marcus temía que su brazo, que era tan flaco como un palillo, se quebrara si lo tocaba.
En un incómodo silencio, cruzaron el salón. Él la miraba de reojo, ella mantenía la barbilla pegada al pecho. Lo que no le sorprendía, pues su recorrido estaba llamando la atención de muchos, que les lanzaban miradas curiosas y extrañadas, pues no componían una pareja precisamente esperada, siendo ella una relegada florero y él un afamado libertino. No faltaron las burlas tras los abanicos y los comentarios despectivos, algo que avergonzaba al conde.
Aquello era una calamidad. El destino no podía ser tan cruel y condenarle a cargar con una mujer como esa. Fea, insulsa y corriente. Tenía que hallar una alternativa. Definitivamente, hablaría con su padre. No resistiría un minuto casado con esa mujer.
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Editado: 26.06.2021