Sangre y Profecía
El significado de sangre es: El humor circulatorio es un tejido fluido que circula por capilares, venas y arterias de todos los vertebrados e invertebrados. Su color rojo característico es debido a la presencia del pigmento hemoglobínico contenido en los eritrocitos.
Para las Razas de Sangre, sin embargo, era un vínculo incluso más fuerte que la vida misma. Podía traspasar tiempo, espacio, vida y muerte. Unía no solo la vida de un ser, sino la de todos. Era una marca, una esencia, una raza, una forma de vida. Aun cuando la sangre es roja en cualquiera de ellos, el aroma que se percibía era distinto.
Era un aroma que no se podía ocultar, que no se podía negar y, sobre todo, que dejaba al descubierto la identidad. No se podía cambiar la sangre que corría por las venas, aun cuando se deseara más que nada en la vida.
Eso era algo que él había aprendido, desde que había llegado al mundo. Despreciado por su raza, una raza que era "pacífica", una raza compatible con las demás Razas. Marcado con una profecía, incluso desde antes del nacimiento de su madre. Despreciado por ser único, por ser lo que era, por ser un macho.
La raza Furia, la más noble dentro de la biología de las Razas de Sangre por su compatibilidad, era una raza de mujeres. Por centurias, solo mujeres. Pero eso cambió hace setecientos años, cuando la Luna Azul marcó su nacimiento: El único macho de su especie. Había vivido toda su vida peleando, por ser aceptado, por ser amado por quien fuese. Perdió a su madre cuando era apenas un bebé, o ella lo abandonó, daba igual, cuidado por la Profeta u Oráculo de la raza.
Fue aun mayormente repudiado.
Nunca entendió por qué ese destino le había tocado a él, por qué la Gran Madre le había permitido ser. Siempre estuvo solo. Setecientos años de soledad se escriben fáciles. Cuando niño, no había lugar donde le dieran siquiera un vaso de agua o un pedazo de pan. El único lugar seguro era dentro del hogar que le daba el Oráculo de la raza. Pero ella, al igual que su madre, dejó este mundo cuando él era aún muy joven. De modo que se trasladó a Aknort para servir como rastreador y cazador de las Razas.
Su trabajo era simple: buscar a los supervivientes de las guerras, aquellos que lograron escapar y que aún se escondían en el mundo. Pero en quinientos años, no había encontrado ni un alma, ni un solo ser. Así que, setecientos años de soledad, ¿qué caso tenía seguir por su camino? Aun cuando la profecía aún no se había cumplido, no tenía ánimos para vivir hasta que esta se cumpliera.
Sentado sobre un par de enormes troncos de árboles que habían sido cortados hace siglos por los humanos, en medio del claro de un bosque, en un país que era tan antiguo como la vida humana.
—¡Velkam! Hace meses que estoy buscándote.
Sí, era ella. Y le había encontrado una vez más. No es que le molestara, bueno quizá un poco. Pero ella era lo más cercano a una familia, aun cuando eran de razas distintas. La sangre que corría por las venas de ambos era roja. Además de que se habían ganado el amor, respeto y confianza, el uno del otro.
—Siempre has sabido cómo encontrarme, cariño.
—Entonces ¿te estabas ocultando de mí?
—No —su sonrisa lo delató—. Estaba ocultándome del mundo.
—¿Qué sucede, cariño?
Velkam suspiró. Ella no sabía de la profecía, nadie la conocía, no se lo había dicho. Porque no quería ver en sus ojos el desprecio que había visto en los ojos de los demás. Pero estaba tan cansado de toda esa mierda, solo quería dejar todo y caminar hacia su último amanecer. Dejar que su ya raza agonizante muriera. Después de todo, ellos lo habían dejado morir, y de no haber sido por la familia de la Hada de Sangre, estaría muerto.
Aunque en realidad, él era más diferente que todas sus hermanas de sangre. Su vida sería tan larga como la de las otras Razas. Y él pensaba que mucho de la poca vida de las Furias era a causa de lo que había hecho su abuela, la reina Furia, hacía muchas vidas: vincularse y emparejarse con el rey de los Lobos, el mismísimo Oscuro.
Pensaba que la Gran Magia les había castigado por ello, sometiéndolos a una vida realmente corta, como mucho 2 o 3 siglos. Pero su historia era distinta, pues la profecía le ataba a la tierra por un montón de siglos más.
—La vida, Seivian, solo la vida. Es demasiado larga, demasiado dolorosa, demasiado todo —respondió en un suspiro, después de su silencio.
—Siento demasiado en tus palabras, habla conmigo… no hablas con nadie, y eso te está destrozando, hermano, habla conmigo.
Velkam sintió un vuelco de su corazón, cuando escuchó esas palabras. Ella tenía razón, se estaba destruyendo al guardar silencio.
—¿Te he hablado de mi madre?
—¿La Oráculo? Sí.
Velkam se puso de pie, frente a ella clavando su mirada en los hermosos ojos dorados de la Hada de Sangre.
—No, ella no es mi madre biológica —guardó silencio por un momento antes de continuar—. Mi madre, era una huérfana, atada a una profecía. Ella quedó embarazada de mí, en cuanto alcanzó la edad adulta. Soy hijo natural… el único macho Furia.
—¿La profecía te ata a ti?
Velkam estaba sorprendido, no esperaba que ella se diera cuenta de eso.
—Sí —respondió después de un par de minutos en silencio—. Me ata de una forma de la que no me puedo librar.
—Entonces no es coincidencia —murmuró Seivian.
—¿Qué?
—Hace unos días, sentí una presencia poderosa. Una como hacía mucho no sentía.
—¿De qué?
—Creo que el último Lobo.
Los ojos de Velkam se abrieron tanto, que parecía que se iban a desorbitar.
—¿Dónde lo sentiste?
—En territorio de Lucían.
—¡Maldita sea!
El Furia comenzó a caminar, para internarse de nuevo en el bosque. Se detuvo cuando se dio cuenta de que Seivian no le seguía.
—¿Vienes?
—¿Dónde?
—Aknort…
Aknort.
Era una ciudad que se había establecido en territorios no explorados desde hacía mucho tiempo, un lugar seguro para todo aquel que se vio forzado a dejar sus hogares y buscar refugio. Es tan ordinaria y extraordinaria como cualquier ciudad. Dividida en sectores, donde cada raza reconstruyó su hogar, donde rehicieron sus vidas, donde tuvieron a sus hijos.