La Propuesta
Ahora se suponía que ella debía ser la soberana de dos razas desaparecidas y de una que había sido abandonada. ¿No era algo tarde para ello? Ya había sido derrotada, incluso antes de comenzar la batalla.
El aroma que inundó la habitación sobrepasaba por mucho el de la comida. Era de vainilla y chocolate, algo extraño, ya que en la mesa no había servido nada con estas dos características.
Pero ella estaba frente a la ventana, en silencio, solo observando al exterior.
—Princesa, vuelve a mí.
Ella salió de su ensimismamiento cuando escuchó su voz. Lentamente se volvió a verlo, sentado en la mesa, con su ropa negra. Un fino traje combinado con una camisa de seda, sin corbata. Su piel perfecta, y sus ojos amatista. Su cabello negro, lacio y corto que caía sobre sus ojos, haciéndolo más misterioso de lo que era.
Él se puso de pie y la dirigió de regreso a la mesa. Le ayudó a tomar asiento de nuevo en su lugar, donde le sirvió un poco de los exquisitos guisados que a su petición habían preparado. Antes de regresar a su lugar, Anabeth se percató de que el extraño aroma provenía de él. Él era quién olía a chocolate y vainilla.
—No voy a mentirte, amor, he disfrutado como nadie cada vida que he tomado… está en mi naturaleza destruir, para ello fui creado.
Bien, esa era una revelación que no esperaba. Entonces, más dudas surgieron, y si esperaba poder liberarse de su actual prisión, debía obligarse a hablar.
—¿Por qué estoy aquí?
—Porque… lamento no haberte encontrado antes. En una época creí que habías muerto.
—Solo te tardaste dos mil años.
—Sí, ya me disculpé por ello.
Anabeth suspiró lentamente, liberando el aire de sus pulmones, que no se había dado cuenta que había estado conteniendo.
—Tengo tantas dudas y sé que muchas de ellas no querrás responderlas.
—El pasado es pasado, amor, pero si te sirve para el futuro, entonces debes saber.
Bien, le estaba dando permiso de preguntar, y en ese momento era lo único que tenía: dudas.
—¿Qué eres tú? Porque no eres un rey de raza… solo existe uno como tú, y eres tú mismo.
Pese a sí mismo, sonrió ante sus palabras.
—Pues en realidad, existimos dos muy parecidos a mí, aunque somos infinitamente diferentes. Aunque al principio éramos tres, y uno de ellos era un maldito traidor.
—¿Eres de una triada de poder?
Una triada de poder, los tres hijos de la Gran Magia, los tres creadores de las razas.
—Algo así. Soy la sombra, la oscuridad y la maldad.
Sus palabras eran desconcertantes, pero nada en su voz le indicaba que fuese mentira lo que estaba diciéndole. Estaba siendo honestamente evasivo.
—¿Eres el tercer hermano?
—Nací hace mucho tiempo, incluso antes que tu abuelo. Le conocí bien y me retiré en su momento, aunque solo volví cuando él me convocó. Pero a diferencia del Oscuro, tu padre nunca me escuchó.
Anabeth estaba desconcertada y molesta. Por un lado, no entendía lo que estaba diciéndole y por el otro parecía tener sordera selectiva.
—¡Wow! Espera un segundo… ¿Mi abuelo te convocó? ¿No eran ustedes enemigos?
—No, amor. Éramos los mejores adversarios en las contiendas. Juntos mejorábamos nuestras estrategias de campaña… aunque para todos pareciera que estábamos en guerra eterna. Éramos de mutua ayuda.
—¿En qué ayudaste a mi abuelo?
—A salvar a tu linaje, a su amada Furia.
Ella no recordaba nada parecido a ello. Sabía que su abuela en alguna ocasión estuvo al borde de la muerte, pero lo que estaba diciéndole era sumamente desconocido.
—¿Por qué no hablas claro y me dices de una buena vez toda la verdad?
—¿Podrías soportarla, entenderla y guardarla?
Ok, eso le decía que no estaba tan preparada como había pensado, para enfrentarlo o saber la verdad.
—Eso sería darte una lealtad que no tengo hacia ti.
—No es solo hacia mí, amor, es a todo lo que alguna vez amaste, a los que han perecido o los que te fueron arrebatados.
—Esto es confuso, Lucían… esto es confuso. Te presentas como el caballero de la brillante armadura… Pero debajo de todo esto, de esta máscara está…
—¿Un monstruo?
“La muerte misma,” pensó ella.
—Dime la verdad, ¿Por qué salvarme?
Lucían suspiró, recargando sus codos en la mesa. Entrelazó sus dedos y clavó su mirada en ella.
—Porque eres la última de un linaje que desciende de la Gran Magia misma.
—¿Las Furias?
—No son las Furias, ellas son hijas de la Gran Madre… son los Lobos. Ellos fueron creados por la Gran Magia, son sus paladines de la justicia, cazadores, jueces y ejecutores… solo ellos tienen el poder que se requiere para salvar lo que queda de nuestro mundo.
—Pero…
—Tu abuelo lo sabía, tu padre lo sabía, también eran conscientes de que la mezcla de sangre era un riesgo. Que menguaría su poder, por ello entregó a mí a tres de sus mejores guerreros de Lobo, de la primera descendencia.
—Nada de esto tiene sentido…
—No, amor, no lo tiene. Tengo a cada uno de esos Destructores apostado en lugares estratégicos, su sangre tiene la particularidad de ocultarlos. Ocultan su aroma del más fino olfato.
—Si los tienes a ellos ¿para qué me necesitas?
Él la observó con una resolución en su mirada, y a ella le pareció aterradora y absurda.
—¡No! No voy a ser usada como una… una… no voy a tener a sus hijos…
—No, amor, ellos no son capaces de procrear.
La pregunta en los ojos de Anabeth fue clara: ¿Y entonces?
—Esto te va a gustar menos.
—Dilo de una jodida vez…
Lucían se aclaró la garganta un par de veces. No sentía que fuese el momento para esa conversación. Pero podía darle una respuesta que la preparara para lo que estaba por enfrentar, de modo que el golpe de realidad le hiciera menos daño.
—Mi sangre es la misma que la de la Gran Magia. Es sumamente antigua… jamás he tenido un solo intercambio de sangre, aun cuando con ello pude salvar a alguien que apreciase.