Sombras
El jet privado de Moira Yurkemi aterrizó cerca de las 11 de la noche en el FERIHEGY NOEMEZETKÖZL REPÖLÖTER, Aeropuerto Internacional de Budapest-Ferihegy en Hungría. Los únicos dos pasajeros habían pasado casi todo el viaje en silencio, Moira sabía perfectamente que Gregori estaba molesto porque lo había arrastrado a este viaje.
Pero también sabía que tendría que aguantarse, no iba a dejarlo volver solo porque el niño hiciera un berrinche. El último destino era un lugar cercano al Békéscsaba, Békés. Un lugar que difícilmente aparece en algún mapa, del que no hay fotos y se vuelve irrastreable aun con la actual tecnología. Era una enorme extensión de tierra entre lagos y bosques, no importaba si era turista o local, podían dar con el lugar accidentalmente, pero al salir del perímetro lo olvidaban por completo, lamentablemente esto les provocaba una amnesia incurable.
Moira bajó del avión seguido por Gregori, quien se sentía aun sumamente molesto.
—Hoy iremos a un hotel y mañana seguiremos a nuestro destino, quiero enseñarte la "Llanura húngara", te enamorarás de esta tierra.
—Lo dudo.
Él se volvió para enfrentar al chico.
—Escucha bien, es la tierra de los Magiares. También la considero parte de mi hogar, esta también es tu tierra. Así que te sugiero que si no quieres que te dé una patada en tu flacucho trasero, comienza a cambiar de actitud.
—Estoy acostumbrado a los golpes.
Los ojos de Moira se entrecerraron ante el filoso comentario del chico.
—No a los míos… no a esto —El tono que el hombre utilizó hizo que los vellos del cuerpo de Gregori se erizaran.
—¡Yurkemi!
Una voz familiar con un fuerte acento turco llegó hasta su oído, observó al chico por unos segundos más y se volvió con calma. Gregori observó que junto a un fino automóvil Mercedes Benz estaba un hombre de igual tamaño que Moira. Su cabello era negro y largo y mortalmente lacio, estaba sujetado en su nuca por un fino listón de cuero. Le llamó la atención la forma en que se saludaban el uno al otro, le pareció que había visto películas donde se trataba del pasado y los guerreros se saludaban de esa forma.
Los escuchaba hablar en un idioma que no entendía, supuso que sería húngaro. Pero, le pareció que era algo más. A regañadientes bajó del avión y se acercó a los hombres, cuando estuvo junto a ellos ambos se volvieron a verlo.
—Este es Gregori Alastor —le indicó Moira al otro sujeto colocando su mano sobre los hombros del joven.
—Bienvenido sea, mi señor Gregori.
Gregori puso los ojos en blanco, solo eso le faltaba. Que alguien más demostrara ese tipo de respeto como los sirvientes en su hogar, a varios miles de kilómetros.
—Mucho gusto.
—Este es mi viejo amigo Torben Betram, un Turco que llegó a tierras húngaras cuando los invasores…
—Vamos, amigo, no es necesario que le des unas clases de historia.
Ambos hombres rieron, el chico no entendió nada.
—Así que un húngaro con sangre turca, supongo que también te enamoraste de este lugar.
—Así es mi señor, muchos de los míos, volvimos de la tierra de nuestro padre a nuestra madre Hungría. Así que permitan ofrecerles la hospitalidad de mi hogar, y sean bienvenidos a mi casa.
—Con verdadero placer y respeto aceptamos —le respondió Moira.
Los tres subieron al Mercedes Benz, Gregori iba sentado en la parte trasera. Iba sin prestar atención a la conversación de los dos hombres, el ronroneo del motor comenzaba a arrullarlo sumiéndolo en un inevitable sueño. Que lo llevó a un lugar y una época a la que no pertenecía, estaba en medio de un gran valle y estaba atardeciendo.
Usaba ropa como la de un guerrero de la antigüedad, incluso tenía más sentido de lo que podía imaginar, estaba armado hasta los dientes con arcos, flechas, dagas y espadas.
Le pareció que estaba esperando algo, miró a la derecha, después a la izquierda, observó sus manos. Estas no eran las manos del adolescente que era, eran las de un hombre y muy grandes. El aire fresco le decía que tal vez era el final del otoño, principio del invierno, no estaba seguro. Para su sorpresa, una figura de un hombre se materializó a su lado.
—No deberías hacer esto solo, Gregori.
—¡Basta! Ettard, tengo que hacerlo.... De otro modo no seré digno de ser su hijo.
—¡Por la gran madre, alteza! Esto no la traerá de regreso.
Gregori le lanzó una larga mirada al hombre a su lado, algo le decía que podía confiar su vida en él y sabía que tenía razón. No podía traerla de regreso, Frhion su amada madre se había perdido para siempre, pero no podía detenerse, ya estaba a más de la mitad del camino.
—¿Él vendrá?
—Sí, alteza.
—¿Ellos?
—No, la Hermandad se rehusó.
—Entonces no les convenció, ¿Cómo podría? Él es la muerte misma.
—Gracias por el halago, Príncipe.
Se volvió a ver al segundo hombre que llegó tras ellos, los saludó de guerrero a guerrero. Los ojos lapislázuli de Gregori se encontraron con los pozos Oscuros, vacíos y sin vida, sin nada que perder, en algún punto sus ojos habían sido amatista. Pero solo dos de los presentes sabían el porqué, y ninguno estaba dispuesto a hablar.
—¿Ellos no te dirán dónde está?
—No, dicen que es un lugar seguro para ella y para sus padres.
—¿Los Reyes Trelkian te dijeron algo?
—Los veré la próxima luna, quizás sean nuestra última esperanza.
Los tres hombres volvieron su rostro al valle que tenían enfrente de ellos, tres figuras más se acercaron a ellos, a uno de estos lo reconoció.
—Alteza, reciba a sus soldados.
Los tres se arrodillaron colocando una sola rodilla en el suelo, en una posición que se llama escuadra, sus espadas clavadas en el suelo frente a ellos.
—¿Tres Lobos?
—Ettard, ellos tres son un ejército en sí mismos —respondió Gregori.
Ettard se volvió a verlos, los tres Lobos se pusieron de pie y al igual que los dos hombres que estaban a su lado su aura desprendía muerte. Una vez juntos, el grupo comenzó a avanzar, no tenían un rumbo fijo, no tenía muy en claro el porqué. Pero era algo que tenían que hacer, todos tenían la certeza de que sin el Oscuro, aun con el poder de los seis no lograrían su objetivo.