Encuentro
Egion Yurkemi informó a su hermano Moira que se dirigiría a las tierras Sirias, no le dio más información, no hubo más conversación que esa. Sabía que ellos dos tratarían de alcanzarlos en aquella tierra, no podía decirle nada por razones de seguridad. Habían salido de la capital y Anabeth se veía muy diferente, su cabello corto en finas capas hasta los hombros de un color chocolate, su piel un poco bronceada y sus ojos eran completamente azules y muy humanos. La única diferencia que había con ellos en este momento eran sus sendas mentales, quizá algún ser de sangre que escaneara su mente se toparía con patrones humanos más fuertes que los normales.
Tomaron el vuelo al atardecer, decidieron viajar en primera clase para que ella experimentara y disfrutara el viaje. Estaban tensos y sumamente ansiosos. Casi a la medianoche del día siguiente estaban aterrizando en el Aeropuerto Internacional de Damasco, Egion decidió rentar un auto y no avisar a nadie de los contactos de Siria, ni de Damasco. De manera que su llegada sería sorpresa, de momento no sabía en quién confiar. Puesto que no sabía cómo es que los atacantes habían traspasado las barreras de protección impuestas por el rey maldito, tampoco sabían qué había ocurrido con el personal de la casa, si eran traidores o estaban muertos.
Estaba sorprendida porque el vuelo había sido tranquilo, pero cuando una ráfaga de viento había sacudido el avión, tomó la mano de su hermano y la apretó tan fuerte que casi le rompe los dedos. Durante el vuelo comieron algo con crema, cordero y frutas, lo que les pareció delicioso después de no haber desayunado ni comido nada. Anabeth observaba, a través de las ventanas del carro, el panorama hermoso, deseaba verlo a la luz del día. Deseaba apreciar los verdaderos matices que solo había visto a través de la red, porque a través de la luz de la luna se veían en tonos azules y fantasmales.
—¿Estás bien, hermanita?
—Un poco… Extraña.
—¿Será por estar en tierra extranjera y no hablar el idioma?, ¿Por estar en tierra extranjera? O ¿Por Lucian?
—¡Egion!
—¡Hermanita!
—No eres nada simpático.
Egion tomó de la mano a su hermana y entrelazó sus dedos.
—Mira, pequeña… ¡Maldición! Soy pésimo con las palabras.
—¿Qué sucede?
—Cuando… Si algún día decides emparejarte…
—Egion, si algún día decido entregar mi corazón, te juro que será a un macho de valía y, te prometo que serás el primero en saberlo.
—Gracias, ¿Ves? Soy pésimo con las palabras.
—No te preocupes, tu secreto está a salvo conmigo.
Casi cincuenta minutos de haber salido del aeropuerto llegaron a una construcción digna de sultanes, nada era como lo que había visto en el penthouse. La vista, el aroma de la tierra, la calidez del aire por mucho diferente pero igualmente magnífica. Por el viento podía percibir el aroma antiguo de la ciudad, llegaron hasta un lugar que parecía abandonado de la mano de Dios. Nada en kilómetros hacia ningún lado, estacionó el automóvil y ambos se apearon.
Solos en medio de la nada, Egion tomó la mano de Anabeth y se desvanecieron en el viento. Tomaron forma frente a unas impresionantes puertas de madera. Un par de minutos después la gran puerta se abrió con un chirrido impresionante, detrás aparecieron cuatro seres de sangre que ella recordaba de su infancia. Cuatro elementales de sangre, los últimos de ellos que había visto, eran los miembros de la Hermandad de Sangre. Estos les hicieron una pregunta en lengua antigua.
—¿En este reino la sangre de qué color es?
“¿Qué clase de pregunta es esa?” – le interrogó Anabeth a su hermano a través de la senda telepática privada.
“¿Alguna vez has visto la sangre de Lucian?”
Se volvió a verlo, los elementales de sangre que estaban en espera de la respuesta sabían que estos dos estaban hablando entre ellos.
—La sangre de este reino es como el platinado rocío de la luna —respondió Egion.
—Esa es la respuesta correcta, Guerrero.
Los escoltaron al interior del palacio de roca clara, con grandes arcos y sus ventanales hermosos, cúpulas, jardines y fuentes. Un lugar que parecía sacado de un cuento de hadas, era tan impresionante que Anabeth pensó que estaba soñando. Los llevaron a una habitación en el interior del palacio, de forma redonda y en el centro había un desnivel de cuatro escalones, en el suelo de la roca más fina se encontraba una fogata. A su alrededor, los más hermosos cojines sobre cálidas alfombras de rojo, marrón y dorado, las ventanas con sus finos marcos de madera, sus enormes cortinas que llegaban hasta el suelo, le daban un toque acogedor.
Los arcos de techo a piso de marrón y oro, del centro de la cúpula colgaba una chimenea. Les hicieron una señal para que se sentaran sobre los mullidos colchones, dentro de la cálida habitación. Una sombra de sangre aplaudió dos veces y una doncella de la subespecie de la sombra entró y trajo consigo una charola de plata con tazas de té, frutas, pan, queso y las colocó cerca de los invitados. Los cuatro elementales se acercaron a ellos y se sentaron, pero ellos solo bebieron un té negro.
—Soy Sker hijo de Urjan —se presentó el que les había hecho la interrogante—. Ellos son Devoss hijo de Omael, y él es Ektor hijo de Ohnor y este de acá es Qaddis hijo de Dagmar.
Les presentó señalando a cada uno de los elementales presentes, Devoss era de cabello rubio y los ojos color limón, Qaddis era un moro de ojos amarillos como el sol y el cabello casi a rape. Ektor tenía su cabello castaño muy corto y sus ojos blancos como la nieve, Sker, por el contrario, con el cabello rojo muy corto, y sus ojos negros aterradores. Los cuatro eran gigantescos como Egion, del tamaño de un Guerrero. Iban ataviados con ropas árabes, Anabeth estaba segura de que iban armados hasta los dientes, aunque en realidad no necesitarían usar muchas de esas armas.
—Un placer, ella es Anabeth hija de Tellret y yo soy Egion Yurkemi hijo del Oscuro.