Hermandad de Sangre

Treinta y ocho.

Akiria

Lucían estaba en la que era su oficina en el interior del palacio, que estaba junto a la habitación que compartía con Anabeth. La entrada era una puerta oculta en la misma. No podía dejar de tener contacto con sus aliados y amigos, sabía que lo que se avecinaba era algo serio, máxime si los trece que había acogido bajo su protección, accedían a desenmascarar a Dragos.

Estaba tan concentrado respondiendo muchas de las interrogantes que le habían hecho, pues estaba buscando a la familia de los siete que restaban. No es que deseara deshacerse de ellos, pero sí deseaba darles un obsequio. Sentía que por su culpa, que esta había sido la creación de ese ejército oscuro, había pasado todo lo que ocurrió.

Una figura se materializó frente a él, vestía una toga vaporosa de color azul cielo, era una figura asexuada, sin rostro, pero emanaba energía y poder inmensos, algo que conocía como a nada en el universo.

—¿Qué te trae por aquí después de tanto tiempo? —interrogó sin levantar el rostro —¿Decidiste levantarme el exilio?

—¡Exijo que me muestres respeto, jovencito! Si no por quien soy, por lo que soy.

La respuesta vino en lengua antigua, una que hablaban ya solo cuatro seres sobre la faz del mundo.

—Respeto... es una palabra muy sobrevalorada.

—¡Respétame!... —le gritó, la sangre de Lucían se heló al volver a escuchar su verdadero nombre, después de siglos en los que solo el Oscuro lo sabía.

—¡Akiria!

—Hijo mío, lo lamento, pero era la única forma de atraer tu atención a mí.

Lucían sacudió la cabeza acomodándose en su silla, no había tenido a su Akiria frente a él en más tiempo del que podía recordar, y no había dicho esa palabra que significaba madre-padre, en su lengua natal en otro montón de años.

—Bien, tienes mi atención, ¿Qué quieres?

—No estés molesto.

—¿No? Me culpaste de algo que no hice, me diste la espalda.

—Hijo de mi alma y mi poder, no te di la espalda por lo que le hicieron a mis Lobos... te di la espalda por lo que hiciste después de que Anabeth hija de Telret desapareció.

¡Maldición! ¿Cómo negaba eso? Había hecho demasiado daño después de ese evento, el dolor le cegó y permitió que su verdadero ser saliera a la luz. Hizo que el mundo entero temblara, de mil formas distintas. Incluso los grandes padres temen mostrar sus rostros por algún lugar donde él se encuentre, pero no iba a disculparse por ello, ni ahora, ni nunca.

—Sí, bueno... y entonces, ¿Qué haces aquí?

—Voy a devolverte todo aquello que te retiré.

—Gracias mi Akiria, pero... ¿Por qué?

—Te permito la arrogancia solo por ser mi hijo, pero no voy a tolerarlo más, ¿Me oyes?

—Responde y quizá lo haga.

La gran magia se paseó por la habitación, esto definitivamente era algo nuevo para Lucían. Siempre la había visto decidida, segura de sí, confiada e inquebrantable. Entonces sintió que lo que se avecinaba era más peligroso de lo que el mundo podría soportar. Pasaron un par de minutos antes de que la gran magia respondiera, y pasaron aún más.

—Mis oráculos han liberado la última profecía, me han dicho que después de ver esta... no logran ver nada, solo hay bruma y nada...

Él la observó con cautela, sabía que quizá no le revelaría la profecía. Pero algo más le estaba ocultando, porque por algo le estaba quitando los grilletes de las manos.

—¿Qué necesitas de mí?

—La transformación de Anabeth hija de Telret.

—Eso ya está pactado, aún falta tiempo para ese día.

—Como Lobo será fuerte, pero con tu sangre será invencible. Solo su corazón, es decir, tú... Serás su debilidad, como ella es la tuya.

—¿Por qué permitiste que nuestras almas se vincularan? ¿Vogel y Seivian? ¿No es algo cruel?

—Porque necesito que mis hijos vivan, todos y cada uno de ustedes... al igual que tú he sido traicionado.

Ahora tenía más dudas que respuestas, dudas que sabía no serviría de nada expresar, porque no tendrían respuesta. Con calma se puso de pie, sintiendo como los colmillos se alargaban en su boca. Señal de lo que estaba por venir. La gran magia levantó su muñeca, ofreciéndole su vena, su sangre. Él tomó la mano cálida de la gran magia, llevó su boca hasta la muñeca, con sus colmillos perforó la fina piel de la muñeca. La sangre comenzó a llenar su boca, dejó que esta bajara por su garganta. Enviando ola tras ola de poder, el poder que había creído jamás lograría recuperar.

El golpe fue tan fuerte que sus piernas no lo sostendrían por mucho tiempo más, terminaría en el suelo en cualquier momento. Cuando tomó suficiente sangre de la gran magia, todo se volvió negro.

—Lucían, amor, despierta.

¿Amor? Su Akiria le llamaría de cualquier forma menos, amor. Además, esta no era su voz, era de alguien familiar, alguien importante para él. Con calma abrió los ojos, solo para encontrar el rostro de Anabeth cerca del suyo. Levantó la mano para rozarle la mejilla con los dedos, se sentía inusualmente débil. Entonces supo que el golpe de poder, de la sangre de la gran magia, aún no le había golpeado en realidad.

Un zumbido comenzó en sus oídos, se escuchaba lejano, como el vuelo de una mosca. De no haber estado acostado en el suelo, habría caído. Sintió como todos sus sentidos se volvieron más agudos, ese era el despertar de sus poderes. No podía hablar, no podía moverse, lo único que podía hacer era respirar y esperar a que todo pasara rápido. Le dolía ver la preocupación en el rostro de Anabeth, pero ni siquiera podía calmarla de manera telepática. Tenía miedo de que el dolor que estaba sintiendo se lo pudiera transmitir y eso la haría sufrir aun más.

Cuando por fin volvió en sí, estaba en posición fetal, con la cabeza apoyada en las piernas de Anabeth. Quien le acariciaba la cabeza todo el tiempo, tenía el cuerpo bañado en sudor, pese a ello se sentía mejor que nunca.

—¿Qué sucedió? —le interrogó ella, al percatarse que la observaba.




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