Hermandad de Sangre

Capítulo diecinueve II

Se encontraron con las huestes de Narek y de Dragos, estos estaban detrás de su pequeño ejército. Los colmillos de Lucían, así como de los Lobos alargaron considerablemente. Un gruñido grutal salió de la garganta del rey maldito, esto provocó que incluso el bello de la nuca de los Lobos se erizara.

 

—Quiero a mi perrita de regreso —se burló Dragos, dejando que la furia invadiera a los Lobos.

—Y por favor, tráiganme a la puta de mi hermana, si no es mucho pedir

—No —respondió Lucían sin pensarlo.

—Entonces morirán y de igual forma me haré con ellas.

 

Las huestes atacaron y fueron los Lobos los que detenían sus ataques. Lucían permaneció con la mirada fija en Narek y Dragos, esperando el momento en que estos atacarían. De los todos, solo él tenía el poder para detener a su hermano, de contrarrestar los daños que esté hiciera. Pese a que él era la oscuridad absoluta, tenía un corazón desde hace más de dos mil años… este tenía nombre y rostro. Este era Anabeth, la hija del Oscuro y la reina por derecho de sangre de su raza y de la justicia de la Gran magia.

 

Dragos se transformó en un Berseker y se abalanzó en una carrera mortal contra Lucían, lanzándole rayos que invocaba del cielo. El destructor de todo los desviaba y lo observaba dirigiéndolos hacia el ejército que habían traído. El Lobo sin duda, estaba utilizando el poder de Narek para atacarle.

 

Lucían recuperó su verdadera forma, su color de piel y sus ojos distinto a todo. Su esencia también era diferente a lo que en su mundo preternatural era. Emanaba un poder aterrador y devastador. Dragos se frenó antes de estrellarse con él, presintiendo que esté podía hacer la llave de su liberación. Cuando Lucían lo tuvo en el punto de su mira,  se materializó entre ellos. Sirviendo como escudo, entre el ejército y el Castillo, mientras los Lobos peleaban con las huestes, desgarrando huesos y barro con una facilidad y rapidez alucinante.

 

—Bien hermanito, quizá con mis mascotas puedas, pero conmigo no…

 

Los ataques de Narek, no solo estaban cargados de poder. Si no de ira, celos, de todo sentimiento mezquino que un ser como él podría sentir. Sentimientos inclusos por Lucían, uno de los ataques del Gran padre, que era uno de sus favoritos. Lo llamaba “la cortina”, aun cuando era un choque de energía, igual a la de una detonación, este acabaría con todo lo que tocaba.

 

Lucían comenzó a ver cómo crepitaba la energía alrededor de Narek, sabía lo que este pretendía.  Sí, permitía que la cortina comenzará, muchas vidas estarían en riesgo. Concentro gran parte de su poder para absorber y redirigir el ataque, pero algo extraño estaba sucediéndole conforme lo hacía, el ataque disminuía y también hicieron sus poderes.

 

Su piel volver a teñirse de Rosa y sus ojos de color habitual amatista. Eso evidentemente no estaba bien, era un jodido problema, lo cual quería decir que algo es su interior estaba debilitándolo… pero, ¿Por qué?

 

—Fue ella, tu preciosa loba. Cuando la alimentaste para salvarle, te convertiste, te condenaste a muerte.

 

Lucían cayó de rodillas comprendiendo todo, solo entonces entendió lo que Anabeth había querido decir antes de salir del Lamb. Sentía como su corazón, se esforzaba por enviar la sangre a su cuerpo, se petrificaba. El preciado líquido se negaba a obedecer, el dolor era desgarrador, la desesperación de saber que había fallado en proteger a todo aquellos que su Akiria había construido, era innombrable.

 

Todo lo que su hermana Zakara había amado, todo lo que soñó alguna vez… Entonces fue cuando lo supo, él iba a morir y tenía que protegerla a ella, para que sobreviviera.

 

“Anabeth, amor mío… mi reina por derecho de sangre, resurge ahora como la soberana del reino de tus ancestros… revive y acepta la corona de los Centinelas de la Gran magia, acepta el título de los Lobos” —le dijo por la senda telepática común con los Lobos.

 

Utilizó las fuerzas que le quedaban para darle el poder del Oscuro directamente a su legítima heredera, Narek iba a asegurarse que Lucían no volviera a ponerse en pie con la misma arma que la Gran madre creo para atacar a sus hijos. Eliminaría a sus hermanos y el mundo sería el joderia, el primer escalón de su imperio.

 

Una figura se materializó detrás de Dragos, su esencia era distinta a la de todos, era antigua. Una letal promesa de justicia la que emanaba de ella, clavo su puño en el tórax de Dragos, desde su espalda, rompiendo huesos y desgarrando piel, músculos y órganos.

 

—¡Yo surjo, tú caes!

 

La sentencia fue dicha al oído, mientras el sonido de succión paralizaba Narek, cuando le trajo el corazón y lo incinero en su mano, dejando a su marioneta agonizante. En su furia por saber qué Dragos moriría y no había nada que pudiera hacer por él. Entonces llamó a su ejército, uno que no tenía comparación, forjado en las entrañas de su infierno personal por siglos.

 

Los Lobos rodearon a Lucían, Anabeth se materializó en el momento en que sintió al destructor de todo desvanecerse. Aun en su estado, se dejó caer a su lado sosteniendo su cabeza, susurrándole palabras de amor y aliento.

 

—Hoy tomaré lo que por derecho me pertenece —gruño Narek —Tomaré tu sangre loba.

 

Eso no era más que una jodida invitación al desastre, se sintió culpable por qué Narek la había usado él, a su destructor. Y de ese modo liberar a sus huestes en el mundo, para cuando sus engendros estaban por atacar, cuatro majestuosas figuras se materializaron entre ellos y los Lobos. Estos últimos estaban desconcertados, preocupados de el hecho que los había llevado a ese lugar, esa noche.

 

—Hermanos protejan a Anabeth, protejan a Lucían.

 

¿Qué había dicho? ¿Lo habían escuchado bien? Sí, él había dicho protejan a Lucían.

 

—¿Qué es esto traidor miserable? —le gruñó Narek.




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