Todos los días son iguales para Josué. Se levanta muy temprano para ayudar a su madre a preparar los desayunos; y una vez listos para vender, sube para darse un baño rápido; se coloca el uniforme de repartidor, una mochila con libros y un cambio de ropa. Con un rápido beso en la mejilla, se despide de su madre, quien como de costumbre lo espera en la cocina con un delantal y el almuerzo del día ya listo. Rara vez ambos desayunan juntos; las mañanas son muy ajetreadas.
A las 7:30 de la mañana llega a la empresa de paquetería. A las 7:40 compra un desayuno rápido y económico con la señora que pasa vendiendo frente al establecimiento todos los días. A las 7:50 revisa que la motocicleta con la que hace las entregas esté en perfecto estado, y diez minutos después comienza a realizar las entregas.
El resto de su jornada se divide entre entregar paquetes y realizar tareas de mantenimiento en el local. En los días más tranquilos, se encarga de limpiar los vehículos o revisar que la motocicleta esté en óptimas condiciones. Cuando llega la hora de su descanso, se cambia el uniforme por la ropa que lleva en su mochila, y así, con una apariencia totalmente diferente a la que tiene cuando ingresa, Josué abandona su puesto de trabajo. Solo trabaja el turno matutino, a excepción de los fines de semana que son turnos completos.
Josué toma el autobús que pasa a dos cuadras de donde trabaja y mientras viaja rumbo a su escuela aprovecha para comer lo que su madre le preparó. Hay días en los que el tiempo no es suficiente y se salta sus comidas; sin embargo, nunca llega tarde a una clase u olvida sus deberes. Le ha costado mucho trabajo y sacrificio llegar hasta donde está, y cualquier distracción es una pérdida de tiempo y dinero.
Usualmente, pasaría lo que quedaba del día en clases y en la tarde llegaría a casa, donde posiblemente su madre se encontraba atendiendo a sus últimos comensales o, si el día había sido tranquilo, ya estaría guardando las cosas. Horas después, ambos estarían disfrutando de su único momento juntos: la cena.
Esos eran sus días, pero esta vez sería distinto. Llevaba consigo los libros de la universidad, pero no tomaría las clases. Su madre le había insistido desde hacía semanas que se cambiara de universidad, a lo que él finalmente accedió. No le gustaba para nada la situación y hacia dónde se dirigía esto, pero no podía negarle nada a su madre.
Hoy darían inicio las clases de segundo semestre en contaduría pública, pero él se daría de baja formalmente y se cambiaría a la universidad privada de la ULG. La inscripción estaba pagada y no había vuelta atrás. Era una universidad algo costosa que difícilmente podrían solventar, pero ya se las arreglaría él para conseguir otro empleo mejor pagado. Se negaba a que su madre pagara las colegiaturas, y más aún que lo hiciera su actual pareja.
Robert no era un mal hombre, de eso estaba seguro, pero no confiaba en él. Las personas dicen amarte un día y al siguiente te odian. No quería deberle nada a ese sujeto.
Sabía que la razón por la que ahora se encontraba cambiando de universidad era porque Robert convenció a su madre de que lo hiciera. La ULG era el lugar donde él trabajaba y también donde estudiaba su hija. Fue fácil entrar gracias a eso.
A Josué no le agradó la idea, pero en el fondo sabía que era una gran oportunidad. La escuela era buena, y si lograba pagar las colegiaturas sin ayuda de Robert y graduarse con buen promedio, tendría un trabajo asegurado. Si en un futuro ese sujeto abandonaba a su madre como lo hizo su padre, él podría cuidarla. No tendría que trabajar más o preocuparse por la comida de mañana.
Hubo una época, en la que Josué no tenía preocupaciones más allá de la escuela. Tenía un padre amoroso que, aunque no siempre estaba presente, sabía que podía contar con él. En casa siempre había dos personas esperándolo, quienes lo recibían con abrazos y besos.
Todo ello quedó en el pasado y sus días se volvieron grises; todo fueron peleas y discusiones, hasta que finalmente llegó el divorcio. Las cosas no mejoraron al instante; más bien, todo empeoró. Su madre no tenía trabajo ni un lugar donde vivir. Nadie le daba empleo porque había abandonado los estudios al quedar embarazada siendo muy joven. Tuvieron que vender sus cosas para pagar un pequeño apartamento, comenzaron a vender comida en la calle y Josué cambió de escuela, comenzando a asistir solo los fines de semana.
Esos fueron años difíciles, sin contar los golpes emocionales que enfrentaron. Con el paso del tiempo, las cosas mejoraron, y un día su madre conoció a Robert.
No habían vendido mucho ese día y ella fue a probar suerte al área universitaria; fue ahí cuando un profesor de la universidad le compró todo lo que quedaba; según él, porque sus alumnos se habían esforzado mucho y quería recompensarlos. Desde ese día, Robert se volvió un cliente común y, cuando lograron comprar un local, él fue el primero en asistir. Rara vez venía solo, casi siempre era acompañado por colegas. Sara sabía muy bien que lo hacía con la intención de ayudarla a ella más que de invitar a sus compañeros de trabajo. No pasó mucho tiempo y ambos comenzaron su relación.
Robert era muy joven, a decir verdad, solo un año mayor que su madre, razón por la cual Josué pensó que la dejaría tan pronto supiera de su existencia. La sorpresa fue suya cuando le confesó que también era padre soltero; no divorciado ni viudo.
Ya era tarde para cuándo Josué salió de la oficina del director; tenía que estar en menos de media hora en la oficina de la ULG, y en autobús le tomaría casi cuarenta minutos, así que no le quedó de otra que pedir un taxi.
Llego justo a tiempo, en la entrada de la universidad ya lo esperaba Robert. Él se había ofrecido a llevarlo personalmente, pero Josué se negó; a veces se sentía mal por ser tan distante con Robert, el hombre intentaba acercarse a él de la mejor manera. Josué intentaba no ser tan condescendiente, pero no era fácil.