La calle estaba sola y el frío le congelaba los huesos. Sus labios temblaban y los dientes castañeteaban. Se abrazaba a sí misma exhalando aire espeso por la boca, formando pequeñas nubes de vaho.
Era su primer día en la ciudad. Ahora su primera noche. Después de desempacar y ordenar su nueva residencia, salió a conocer un poco. Caminó en dirección al éste, con el sol escondiéndose, mientras la nieve se derretía en la punta de los tejados.
Después de un mediano recorrido sentía la nariz congelada. Se detuvo por un chocolate caliente, y se sentó a leer un poco. No supo lo tarde que era hasta que le advirtieron que cerrarían el local. Esperó un taxi por un largo rato, pero debido a que no pasaba ni un auto, y la calle quedaba más sola, decidió caminar de vuelta.
En el camino se encontró un rincón lleno de autos y motocicletas al otro lado de la calle, la música retumbaba hasta afuera. Por un momento se detuvo, y pensó que tal vez podría encontrar alguien allí que la llevara. Luego sacudió la cabeza y siguió su camino. Poco después, con la calle más fría, más negra, se preguntaba si hubiese sido buena idea entrar en aquel lugar. La idea parecía loca, pero la calle ahora parecía peor. Se subió la capucha del suéter y avanzó con pasos más rápidos.
De pronto, una luz por detrás iluminó el camino frente a ella y su corazón se aceleró. Sin dejar de caminar dio una rápida mirada por encima de su hombro para comprobar de qué se trataba. Y para cuando volteó, ya la motocicleta estaba a su lado, con un par de chicos riendo y balbuceando.
Soltó un grito ahogado y comenzó a dar zancadas con la cara gacha, retirándose poco a poco de la orilla. Los nervios la hacían avanzar con torpeza, casi dando traspiés. Gimió un poco cuando las piernas comenzaron a dolerle. Y los chicos siguieron conduciendo a su lado.
Sin pensarlo demasiado se impulsó con todas sus fuerzas y se echó a correr, pero unos brazos le rodearon la cintura y la alzaron al aire, deteniéndola en seco.
La atraparon.
Comenzó a patalear y lanzar golpes, pero él la lanzó de un empujón al pavimento y le cruzó los brazos en la espalda. Ella lloró. Tanto por el dolor que le había causado, como por el miedo y la desesperación que aquel momento le suponía. Y siguió moviéndose, intentando zafarse, mientras gritaba.
Él le apretó la boca y le presionó la cabeza contra su pecho antes de hablarle al oído.
—Tienes que calmarte, ¿de acuerdo? —balbuceó en un susurro. Ella respiraba entrecortadamente—. ¿De acuerdo? —volvió a decir, con la voz más alta, y ella se obligó a asentir con la cabeza, porque le estaba costando respirar.
El perpetrador, poco a poco, fue apartando la mano de su boca, y tomándola por los hombros la volteó frente a él.
Cuando ella lo vio quedó alucinada. Aquel chico de cabello castaño no podía ser mucho mayor que ella, y a pesar de la cara roja y aliento a alcohol que denotaban lo ebrio que estaba, tenía un aspecto tan cálido que le costaba creer que le quisiera hacer daño. Al menos con eso se intentó dar valor.
—No me hagas daño, por favor —sollozó antes de sorber su nariz silenciosamente. Él la levantó del pavimento y la sostuvo por los brazos, mirándola serio—. Por favor —suplicó, mientras las lágrimas salían de sus ojos y los labios tiritaban. Deseaba con toda su alma que pudiera recapacitar, de verdad parecía un buen chico. Siguió intentando hacerse creer a sí misma con tanta fuerza con la esperanza de que fuese verdad.
—Sólo no lo hagas difícil —fue lo único que dijo él, devolviéndola a la realidad.
Ahogó el llanto en la garganta y apretó los labios con mucha fuerza mientras comenzaba a asentir con la cabeza. Ahora estaba segura, él no iba a soltarla. Y pensando en la advertencia de si lo hacía difícil le iría peor, decidió doblegar. Agachó la cara y apretó los dientes, frustrada, sin poder dejar de llorar, de miedo, de rabia. Cuando alzó una mano para enjugarse la nariz sintió cómo los brazos del forajido flaquearon. Lo miró a la cara de inmediato, mientras su corazón se agitaba. Él seguía mirándola fijo, con la cara roja, con la mente en la luna. Podía darle una patada en la ingle y salir corriendo. Casi sonrió. Pero justo cuando lo pensaba, el otro abusador se aproximó hacia ellos. Se percató del arma en su mano.
—¿Todo bajo control? —preguntó llegando al lado del forajido que la sostenía.
Ella lo miró, con un poco de miedo, con un poco de odio. Ése definitivamente era el cabecilla. Parecía mayor, más duro, más malo y, lo peor, menos ebrio.
—Ella está colaborando —respondió el chico que la sostenía, casi arrastrando las palabras.
El chico del arma sonrió, atisbándola.
—Genial —dijo con una sonrisa y la jaló por un brazo. Ella gruñó por la brusquedad e intentó plantar los pies sobre el piso, pero no tardó en ser arrastrada con fuerza bruta.
Alzó la cara para mirarlo. Él caminaba decidido, con una sonrisita suprema y un brillo perverso en la mirada. Tendría veintitantos años, un rubio universitario que podría tener a las chicas que quisiera, ¿por qué le estaba haciendo eso a ella? Él agachó la cara para mirarla, y ella miró al piso de inmediato.