Héroe de barro

Primera parte

16 Octubre.

Él es mi ejemplo a seguir, el culmen de lo que yo algún día llegaré a ser. Inteligente, fuerte y un gran hombre. Un héroe sin capa ni espada, pero con un corazón tan bravo que es capaz de salir victorioso de cualquier batalla. Lo sé, estoy convencido. Y por eso, porque sabemos que en cualquier momento volverá, dejamos encendida cada noche la lucecilla del porche hasta el alba. Lo hacemos desde que se marchó hace ya diez meses.

A veces pienso que es mucho tiempo, demasiado quizá. Pero, muchos soldados regresan a casa incluso años después. Además, él no es cualquier guerrero; él es un líder, y uno de los mejores. Así que es sólo cuestión de tiempo que una noche, cualquiera de las próximas, llegue y, antes de atravesar la puerta, apague esa pequeña luz del umbral.

3 Noviembre.

Han pasado tres días desde el último bombardeo. Esta vez el estruendo no fue ensordecedor y solo vimos el destello en el horizonte. Ocurrió a muchos kilómetros de nuestro pueblo y doy gracias a Dios por ello. La mala suerte de su gente fue la buena suerte de la mía. Doy gracias, sí, egoístamente; pero no hay día que no rece por sus almas y también por las nuestras. Ahora rezo mucho, cosa que no hacía desde muy pequeño. Porque mi vida también se la debo a los que fueron asesinados a sangre fría aquella apacible mañana. La bomba cayó sobre un colegio. Cobardes. Casi todos murieron. Casi todos eran niños.

Pero la vida sigue —eso dicen los alentadores medios—. Al fin y al cabo, estamos en guerra, ¿no? ¿Qué podemos esperar sino la muerte de miles de inocentes? Solo pedir que no nos toque a nosotros…

Entonces, ¿sí a los demás? Qué frase tan fría y deshumanizada, pero qué cierta es.

29 Noviembre.

Mi padre siempre dice —y lo recuerda en cada carta que nos envía— que la honra de la lucha no se basa solo en lo que ganas, sino en lo que salvas: en la noble intención de proteger inocentes, de evitar la muerte de quienes no han buscado esta guerra; mas, curiosamente, son sus vidas las que pagan por ello.

Con sutileza evita hablar de los daños colaterales de esas luchas. Dice solo que su propósito es lícito y noble pero que, por desgracia, no hay Superhombres entre ellos. Son personas normales. Hombres y mujeres con capacidades y habilidades normales. Con los anhelos y temores normales; aunque con una valentía y compromiso anormales.

Ahora, con la situación que vivimos, son aclamados y vitoreados por la mayoría a diferencia de cómo solía ser. Porque ahora la gente sabe que de un plumazo y sin previo aviso, lo que iba a ser ya nunca será. Se destruyen sueños, esperanzas, planes para el día siguiente. Se destruyen corazones, mentes… y se corrompen almas. Quizá lo peor de todo sea, más allá del sufrimiento, el odio que engendra todo esto.

12 Diciembre.

Anoche me levanté corriendo de la cama y con el corazón desbocado. Llamé a gritos a mi madre y, a grandes zancadas, atravesé el pasillo ¡Qué largo me pareció! Pegué la cara como un apósito al frío cristal de la ventana del salón para asegurarme de ver con total claridad. En efecto, la luz del porche estaba apagada. Tenía que ser él: sabía que el último en llegar a casa debía sofocar la tenue bombilla. Fue él mismo quién impuso aquella norma.

Tragué saliva con dificultad, pues tenía la boca seca como pocas veces recordaba. Nos quedamos estáticos al otro lado de la puerta principal, con ojos vidriosos y respiración entrecortada. Los segundos se hacían eternos y aprecié las pulsaciones agitadas de mi madre cuando me agarró de la mano con inusitada fuerza. Pero el tiempo pasaba y el portón seguía impávido, ajeno incluso al viento que lo azotaba desde fuera. Nada pasó y nos dimos cuenta de que no sería ese el día de la deseada bienvenida.

—Se habrá fundido —dijo mamá con voz ronca. Esa voz previa al llanto—. Mañana cambiaremos la bombilla. Volvamos a la cama.

Sentí frío cuando se alejó de mí y se perdió en la oscuridad del pasillo. Sentí pánico por un momento y sentí desprotección. Me vi como un crío de cinco años cuando se halla perdido, indefenso sin sus padres.

Ella tenía razón. Hoy no sería el día. Quizá mañana.

31 Diciembre.

Hoy hace un año que mi padre se marchó. Tuvo que dejarnos el último día del calendario, ese que pone fin a una etapa para dar comienzo a otra. Recuerdo estas fechas como la mejor y más esperada del año. Era, simplemente, mágico. Papá contaba chistes en las reuniones con los amigos y no paraba de gastar bromas a mi madre. Ella hacía como que se enfadaba, pero era mentira, siempre terminaba riéndose. Si tuviera que elegir un momento en mi vida, sin duda ese sería uno.

Recuerdo qué maravilloso era todo hace apenas un año, aunque parece que hiciera muchísimo más. Parecen las vivencias de otra vida, una mucho mejor. Es todo tan diferente ahora. La gente ha cambiado, el pueblo ha cambiado. Yo mismo siento como si fuera otra persona, una que a veces no me gusta nada.

Todo es diferente excepto mi madre.

Mamá ha querido, a pesar de mi enorme apatía, adornar la casa y organizar una cena de fin de año con Myriam y sus padres, nuestros vecinos. Me parecía una estupidez e incluso llegué a gritarle cosas de las que me arrepiento. Mañana me disculparé con ella. Iré a buscarle un trozo de carbón y pediré algo de chocolate con la cartilla de racionamiento. Sé que le gustará. Es lo menos que puedo hacer ya que gracias a su decisión hoy ha sido un día alegre. Un día blanco dentro de toda esta oscuridad.




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