Hi Canadá

1. ADIÓS, BATA...HOLA, FRÍO CANADIENSE.

Estoy en el aeropuerto de Malabo. Mi maleta pesa más que mis traumas, mi madre está llorando como si me fuera al espacio, y mi padre… bueno, él solo repite por cuarta vez que no me enamore de ningún blanco.

— Mira que esos canadienses son fríos, eh —me dice con cara de preocupación real—. No como nosotros. Nosotros tenemos fuego en la sangre.

Yo asiento, aunque lo único que tengo en la sangre ahora mismo es ansiedad y picante de la empanada que me comí antes de venir.

Mamá me abraza tan fuerte que siento que me quiere doblar en dos y meterme en su bolso de mano.

— Si no te adaptas, te vienes enseguida —me susurra—. Aquí tienes tu cuarto igualito, ¿eh? Tu peluche de Pikachu, tu póster de Beyoncé, todo.

Intento no reírme, porque llorar no. Llorar es muy del drama. Y yo soy Sasha: cero filtro, todo corazón… pero con dignidad. O al menos eso intento.

Cuando el altavoz anuncia que ya puedo embarcar, me doy cuenta de que estoy a punto de cruzar medio planeta para irme a vivir con unos tíos que apenas conozco, a un país que huele a nieve, con un idioma que hablo, sí… pero no como en las películas.

Y por alguna razón, en vez de miedo, siento cosquillas en la barriga. O hambre. No sé, es difícil diferenciarlos.

Cuando intento avanzar hacia la puerta de embarque, mi madre me agarra otra vez del brazo como si acabara de recordar que olvidé la olla de arroz al fuego.

— ¡Espera, espera! ¿Cogiste el aceite de palma que te puse en la maleta?

— Mamá, no me van a dejar pasar medio litro de aceite por aduana —le susurro, rogando que nadie esté oyendo esta conversación.

— ¿Y qué van a saber ellos? Lo puse en la botella del champú.

Me tapo la cara. Tengo la mejor madre del mundo, sí, pero también la más peligrosa para la seguridad internacional.

Mi padre, que había estado en modo estatua todo el tiempo, me da un abrazo rápido como si no quisiera mostrar emociones, pero me aprieta fuerte al final.

— Tú no olvides quién eres, ¿eh? Eres ecuatoguineana. Y si alguien allá te hace sentir pequeña… tú grítales. En fang si es necesario.

Le prometo que sí. Aunque no estoy segura de qué tanto me servirá gritar en fang en un Starbucks de Toronto, pero bueno. Nunca se sabe.

Cuando finalmente paso el control de seguridad, me miran raro por los cinco potes de crema Nívea, la Biblia forrada en tela africana, y una pequeña imagen de Beyoncé que mi prima metió como “protección espiritual”. Me dejan pasar. Milagrosamente.

Subo al avión, busco mi asiento, y me toca al lado de un bebé. Que llora. Fuerte.

Pienso que si esto es una señal del universo, el universo es un poco grosero.

Me acomodo, miro por la ventana y me repito bajito:

— Vamos, Sasha. Nueva vida, nuevo clima, nuevas oportunidades. Y nada de enamorarse. Al menos no hasta el segundo mes.

Aterrizo en Toronto con los labios resecos, los pies hinchados y la sensación de haber envejecido tres años durante el vuelo. ¿Por qué los aviones son tan fríos? ¿Están entrenando a la gente para vivir en el Ártico o qué?

El piloto dice por altavoz:

— Bienvenidos a Canadá. Temperatura actual: -6 grados.

Y yo:

— ¿Menos quéeeé?

Salgo del avión envuelta en mi suéter de “Malabo Beach Club” que claramente no está preparado para combatir el viento criminal que me da en la cara nada más cruzar la puerta. Esto no es viento. Esto es una cachetada atmosférica.

Al llegar a inmigración, me dan una mirada de esas que dicen “¿Y tú qué vienes a hacer aquí, cariño?”. Les doy mi pasaporte, mi carta de invitación de mis tíos y mi mejor sonrisa tipo “soy buena persona, lo juro”. El oficial me pregunta cosas que entiendo a medias y respondo con el clásico “yes” de emergencia.

— ¿Bringing any food?

— Yes.

— What kind of food?

— …No.

Me deja pasar. Dios bendiga los milagros migratorios.

Recojo mi maleta, que parece haber sido arrastrada por una manada de búfalos, y ahí están ellos: mis tíos, con sus chaquetas gordas y una pancarta que dice “WELCOME SASHA” escrita con purpurina. Qué ternura… y qué vergüenza también.

— ¡Hoooola, sobrina! —grita mi tía Mami, mientras me abraza con tanta fuerza que casi me descongela del susto.

— ¿Estás bien? ¿Comiste?

Mi tío Max no dice mucho. Me sonríe, agarra mi maleta y la lanza al carrito como si llevara papeles y no medio mercado de Malabo.

— Ven, que vamos rápido al coche. Aquí el frío no espera a nadie.

Salimos al estacionamiento y casi me muero: el aire me entra directo a los huesos, y no es aire… es traición. Si el frío fuera persona, estaría ahora mismo robándome la dignidad.

Pero ahí voy yo, tropezando con mis propios pasos, mi alma tiritando, y mi corazón… bueno, ese está curioso. No asustado. No triste. Solo curioso. Porque aunque echo de menos mi cama, mi gente y mi arroz con salsa de cacahuete, sé que algo interesante está por comenzar.

Y eso es lo único que necesito por ahora.

¿Que opinan de nuestra Sasha??

Imagínense el drama siguiente.

Los amo!!!

No sé olviden de comentar para yo su opinión!!!💕




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