Llego a la oficina con la misma energía con la que uno llega a una cita con el dentista. Lo único que espero es que nadie me mire, que nadie me hable, y que nadie —por favor— mencione la palabra “ceja”.
Pero la vida, como siempre, no coopera.
— ¿Viste las noticias? —me suelta Marry antes siquiera de saludarme.
— No. No quiero verlas. Si no lo veo, no pasó.
Ella no me hace caso. Saca su móvil y me pone el titular en la cara.
“El CEO de B+H Architects revoluciona las redes con un nuevo corte de ceja: ¿Accidente o declaración de estilo?”
Yo me congelo. Literalmente. Siento que el alma se me quiere salir por la nariz.
— ¡¿Cómo llegó esto a la prensa?!
— Alguien de la sala de espera grabó cuando él se fue. ¡Y hay gente en TikTok que quiere copiarle el look! Dicen que es como… “el corte CEO sexy”.
— ¿CEO sexy? ¡Le corté la ceja como quien pela un plátano con los ojos cerrados!
Marry se está muriendo de risa.
— Estás famosa. Ya solo falta que saquen una línea de café con tu cara.
— Perfecto. Lo llamamos Sabor a Desgracia.
Todo el día me siento como si tuviera un letrero en la frente que dice: “YO LE CORTÉ LA CEJA AL JEFE”. No ayuda que cada vez que paso por una esquina, alguien murmure o haga un ruidito como “shhhp” imitando tijeras.
A mediodía intento esconderme en el cuarto del café, pero Marry me encuentra.
— Si lo piensas, podrías aprovechar esto. Pedir un ascenso. O una orden de alejamiento. Cualquiera de las dos suena igual de válida.
— Yo solo quiero sobrevivir hasta fin de mes. Y que mi cara no salga en las cámaras de seguridad cuando él decida demandar.
El resto del día transcurre relativamente tranquilo. Demasiado tranquilo. Esa clase de tranquilidad que solo se da antes de que un huracán entre por la ventana.
Y efectivamente: a las 3:42 de la tarde, justo cuando me estoy preparando para ir al baño a llorar mi estrés en paz, aparece la asistente del demonio.
— Tú. Sala de conferencias. Lleva doce cafés. Ahora.
— ¿Yo? ¿No hay otra persona?
— Están todos ocupados. Y tú estás aquí. Hazlo bien.
Me da la bandeja con las bebidas sin decir ni por favor. Noto que tiemblo. Café con nervios. La nueva especialidad de la casa.
Subo en el ascensor con los cafés temblando como si fueran gelatina. Me intento convencer de que será rápido. Entro. Salgo. Nadie me ve. Nadie me habla. Como una sombra. Una sombra regordeta con olor a vainilla y café.
Las puertas del ascensor se abren. Camino por el pasillo como si fuera a mi ejecución. Al llegar frente a la sala de conferencias, me detengo.
Respira, Sasha. Respira.
Me arreglo un poco la trenza que siempre se me despeina cuando sudo del pánico, me enderezo lo poco que puedo con una bandeja en las manos, y entro.
La sala es enorme. Fría. Silenciosa. Doce personas sentadas. Todos con portátiles, gráficos, planos, voces serias y trajes que seguro valen más que mi riñón.
Y ahí está él. Alexander Scott.
El de la ceja. El del insulto gratuito. El del café que odió.
Está sentado en la cabecera. De traje. Serio. Concentrado. Como si nada.
Y como si fuera una escena escrita por el universo para molestarme, levanta la mirada. Me ve. Directamente.
Hacemos contacto visual. Puedo observar cómo se le sube un poco la comisura (lo que causa escalofríos), y su mirada lo dice todo: “el destino nos volvió a juntar”.
Yo bajo la vista como si me acabaran de pillar robando una galleta. Camino hasta la mesa con los cafés, deseando ser invisible, deseando no resbalar, deseando que mi existencia entera desaparezca en ese momento.
Dejo una taza. Otra. Otra más. Me muevo como un robot con ansiedad social.
Justo cuando creo que logré mi misión y estoy a punto de girarme para salir sin ser llamada, escucho su voz.
— Tú —dice Scott, sin siquiera alzar mucho el tono—. Una pregunta.
Me congelo. La bandeja me tiembla. Mi alma me abandona por la puerta.
— ¿Qué opinas del paisaje trasero del complejo?
¿¿Perdón??
Todos los ejecutivos giran la cabeza hacia mí. La chica del café. La intrusa sin plan.
Scott me mira con una expresión indescifrable. Como si estuviera esperando que me derrita ahí mismo.
Y entonces, por alguna razón, me sale hablar.
— Pues… si lo que quieren es darle un aire moderno, los arbustos esos que parecen paraguas abiertos no están ayudando. Aunque si la idea es que el edificio parezca una clínica dental Premium en vez de una firma de arquitectos, van bien.
Silencio.
Un ejecutivo suelta una risa por la nariz.
Scott me observa un segundo más. Después asiente. Una vez. Muy leve. Como si yo fuera una mosca molesta que resultó saber de diseño.
— Interesante —dice.
Y ya. Vuelve a mirar sus papeles como si no me hubiera hecho sudar tres litros por dentro.
Salgo como alma que lleva el diablo. Cuando me encierro en el cuarto del café, me tiro en el sofá y me cubro la cara con el delantal.
— ¿Qué demonios fue eso?
¿Lo hice bien?
¿Voy a ser ascendida… o deportada?
Marry me está esperando con una expresión que mezcla preocupación y puro chisme.
— ¿Qué pasó? ¿Por qué tardaste tanto?
— El jefe me habló —le digo, tirándome en el sillón como si fuera una víctima de guerra—. Me preguntó qué opinaba del paisaje.
— ¿Del paisaje?
— Sí. De la fachada trasera del edificio. Así, en medio de una junta con doce ejecutivos que parecían sacados de un comercial de relojes caros.
Marry abre la boca, luego la cierra. La abre otra vez.
— ¿Y tú qué le dijiste?
— Le dije que parecía una clínica dental premium.
Silencio.
Después se ríe tanto que casi se cae de la silla.
— ¡Sasha! ¡Eres una leyenda! ¿Cómo sigues empleada?
— No lo sé, pero si mañana vengo y mi tarjeta no funciona, ya sabes por qué.
Intento continuar con mi rutina como si nada. Vuelvo a lavar tazas, a espumar leche, a fingir que mi vida tiene sentido mientras preparo cafés para gente que ni me saluda. Pero hay algo en el ambiente. Como si una cámara invisible me estuviera siguiendo.
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Editado: 01.09.2025