Hi Canadá

8. ¿Juntas con diversion?

Llevamos dos horas de vuelvo y nadie no habla ni dice nada.

Para ser sincera, Melanie ya se quedó dormida y Scott…tiene unas gafas oscuras, así que no puedo saber si está dormido o simplemente me está observando.

Vuelvo a mirar por la ventana por milésima vez, todo se ve tan hermoso desde aquí, el cielo azul brillando en todo su esplendor.

— ¿Adora la vista señorita Sasha? —la voz de Alexander retumba en mis oídos haciéndome temblar por un segundo.

Pero no sé lo hago notar

— Se da cuenta que es la segunda vez que me dice eso —todavía observo la ventana.

— A usted le encanta las altas vistas —dice mientras se quita las gafas.

¿Algún día podré acostumbrarme a la mirada de este hombre?

El se pone de para dirigirse al pequeño bar que se encuentra en un rincón.

Por los santos credos.

Lo admito, mi debilidad es la vena en los brazos de los hombres. Y Scott las tiene bien notarias.

Y su trasero…

Ay no, concéntrate Sasha.

— Tenga —me tiende un vaso de vino. Ni siquiera me dí cuenta de cuando los sirvió.

Cojo el vaso.

Nuestros dedos hacen un vasto contacto al que tampoco le doy importancia.

— No soy buena tolerando el alcohol señor Scott —digo y lo observo tomar el sillón frente a mí.

Estamos tan cerca Dios mío.

— Es solo un cinco porciento.

Dice como si fuese la cosa más normal del mundo, yo hasta me emborracho con una cerveza sin alcohol.

— Aún que con un dos porciento yo estaría en el tercer cielo.

Él sonríe y…tiene una sonrisa perfecta.

— Debería sonreír más a menudo para darle vida a ese rostro de tralalero tralala, porque con la mezcla de su sonrisa más su ceja rayada, que por cierto fue arte mía, la palabra sexy queda pequeña.

Le doy un pequeño trago a mi vino, Scott hace lo mismo.

— ¿Qué es un tralalero tralala?

— Algún día lo sabrá —respondo, dándome otro mini sorbo de vino, como si fuera champán fino y no jugo de uva con alcohol.

Scott no insiste. Solo me mira. En silencio. Con esa intensidad suya que no sé si es genética o adquirida en alguna escuela de jefes crueles pero sexys.

— ¿Le gusta su trabajo, señor Scott?

No sé de dónde me salen esas preguntas. Tal vez el cinco por ciento del vino ya me está hablando en dialecto de la verdad.

— Algunas veces —responde—. Cuando no estoy apagando fuegos o lidiando con personas que creen que un complejo empresarial puede parecer una cafetería de barrio.

— Perdóneme, pero esa cafetería de barrio está siendo viral en TikTok, ¿o no lo sabía?

Él sonríe. ¡Lo logré otra vez! Es como ganar una medalla de oro cada vez que ese hombre tuerce los labios más de medio centímetro.

— Lo sé. Mi sobrina me mandó el video con el título “el tío ceja fashion”. Fue… humillante.

No puedo evitar reírme.

— ¿Tiene una sobrina?

— Sí. Tres años. Vive en Nueva York. Es la única persona en el planeta que puede gritarme y salirse con la suya.

— Qué envidia —digo sin pensar.

Él alza una ceja (la buena, la que aún tiene línea completa).

— ¿Envidia de qué?

— De tener a alguien así. Una familia cercana. Una mini persona que te adore sin condiciones. Yo tenía eso… antes.

— ¿Antes de venir a Canadá?

Asiento. Trago saliva. No quiero ponerme melancólica, pero mi garganta ya se está cerrando sola.

— Aquí también puede tenerlo, ¿sabe? —dice de repente. Su voz es más suave.

Levanto la vista, sorprendida.

¿Scott el rudo… siendo amable?

— ¿Usted… me está dando palabras de aliento?

— No lo diga muy alto. Podría arruinar mi reputación.

Me río. Y por un segundo, no hay jefe ni asistente. Solo dos personas compartiendo vino, aire y heridas que no se dicen.

— Aterrizaremos en media hora —anuncia la azafata, pasándonos una toallita caliente y perfumada como si estuviéramos en la primera clase de la vida real.

Melanie sigue dormida. Scott se pone de pie para ordenar unos documentos, y yo recojo mi bolso, sintiéndome como si saliera de una película.

— Se ve nerviosa —me dice mientras revisa su reloj de muñeca, de esos que valen más que mi casa entera.

— Es que me estoy preguntando si mi pasaporte sirve en este país —respondo.

— Sí sirve —dice sin mirarme—. Lo comprobé yo mismo.

— ¿Cómo que lo comprobó?

— Verifiqué tus papeles antes de autorizar el viaje. No puedo permitir que mi asistente internacional sea deportada en pleno almuerzo ejecutivo.

Me quedo en blanco. ¿En serio hizo eso?

— ¿Se preocupa por mí, señor Scott?

Él me lanza una mirada por encima del hombro. Directa. Fría. Intensa.

— Digamos que me preocupa que llegues puntual a la junta. No por ti. Por la empresa.

Aja. Claro.

Bajamos del avión y subimos a una camioneta negra como las de película de mafia. El conductor no dice una sola palabra. Melanie, ahora despierta, parece aún más insoportable que antes. Lleva sus gafas puestas y su silencio de “yo no hablo con plebeyas”.

Yo, mientras tanto, solo quiero respirar hondo y no sudar en exceso.

Scott está al teléfono, hablando en…alemán de negocios que no entiendo. Pero algo en su voz me sigue hipnotizando. Tiene ese tipo de tono que hace que todo suene importante… hasta cuando dice “email”.

— ¿Le dijeron alguna vez el miedo que da cuando habla estando serio? ¿Encima en alemán?

— Te sorprendería cuánto.

Me guiña un ojo.

Entramos al lobby del hotel. Un portero abre la puerta y nos recibe como si fuéramos de la realeza.

Y yo, que vengo de limpiar cafés y pelear con cejas rebeldes, solo pienso una cosa:

¿Cómo demonios llegué hasta aquí?

El hotel parece sacado de un comercial de perfumes caros. Candelabros, mármol en cada rincón, recepcionistas que sonríen con dientes perfectos. Scott hace el check-in mientras yo intento no parecer demasiado impresionada… o demasiado provinciana.

Nos dan habitaciones separadas (¡gracias, universo!). Melanie se va sin decir ni adiós, y yo me encierro en la mía, un cuarto con cama enorme, minibar, y una ducha que probablemente cueste más que mi primer año de universidad.




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