Hi Canadá

9. Todo vale

Me siento otra vez, fingiendo que todo va bien.
Scott me lanza una mirada de reojo.
Él nota algo. No dice nada.
Pero lo nota.
Y eso, en parte… me alivia.
Me obligo a sonreír durante el resto de la cena, aunque siento la cara entumecida de tanto fingir. Scott continúa conversando con sus antiguos compañeros, y aunque parece estar totalmente en su papel de CEO encantador, sé que me está observando de reojo.
Melanie ríe fuerte ante un chiste que ni siquiera entiendo, y la mujer de labios perfectos vuelve a lanzar un comentario que no es exactamente ofensivo, pero sí lo suficientemente calculado para que duela:
— Bueno, al menos tienes carácter, Sasha. Eso ya es bastante cuando no tienes… otras cosas.
Yo río. De nuevo. Porque no quiero armar una escena.
Pero Scott ya no está riendo.
Pasados unos minutos, él se levanta y con voz clara pero firme dice:
— Disculpen, necesito robarme un momento a mi asistente. Asuntos de trabajo.
Nadie se atreve a discutirlo.
Scott camina hacia mí. Me hace una seña con la cabeza. Me pongo de pie.
Caminamos juntos hasta el exterior del restaurante, donde el ambiente cálido de Washington me despierta un poco del nudo en la garganta que llevaba rato ignorando.
— No necesitaba sacarme —le digo apenas cruzamos la puerta—. Estaba sobreviviendo bien.
— No me gusta cuando la gente se burla de quien no entiende su idioma. Ni cuando minimizan a alguien solo por no llevar el apellido correcto.
Lo miro. Scott está serio. Su ceja partida parece aún más marcada bajo la luz de la calle.
No hay sonrisa. Solo… complicidad silenciosa.
— Gracias —susurro.
— No fue por ti —responde, girándose un poco hacia mí—. Fue por mí. No soporto la arrogancia maquillada de cortesía. Y tampoco la estupidez vestida de Chanel.
Eso me hace soltar una risa. Pequeña. Sincera.
La primera real en toda la noche.
— Y tú —agrega mirándome de frente—. No te encojas nunca más. ¿Entendido?
— No puedo prometer eso. A veces duele menos encogerse.
— No. Duele más tarde. Y tú no viniste aquí para encogerte, Sasha. Viniste para aprender, crecer y hacer que todos en esa mesa te subestimen… antes de dejarlos en ridículo.
Guardo silencio.
Mi corazón late fuerte.
¿Quien lo diría? Scott animado me.
Es como si alguien, por fin, me dijera que no tengo que cambiarme entera para merecer estar aquí.
Scott sigue a mi lado en la acera del restaurante, con las manos en los bolsillos y su mirada clavada en mí. El aire de Washington es frío, pero en este instante… lo que realmente me eriza la piel es su silencio. No porque me incomode, sino porque me deja pensar.
— ¿Listo para volver? —pregunto finalmente, con un tono que suena más firme de lo que esperaba.
Scott me mira, y por primera vez desde que bajamos, asiente sin una sola palabra.
Volvemos a la mesa. Las conversaciones siguen como si nada, como si mi existencia fuera un paréntesis. Nadie me mira, excepto la mujer de labios perfectos, que clava los ojos en mi vestido como si lo estuviera evaluando en una subasta de ropa usada.
Me siento.
— ¿Todo bien? —pregunta uno de los hombres, con voz casi condescendiente.
— Sí. Necesitaba algo de aire fresco —digo, bebiendo un sorbo de agua como si fuera vino francés.
La mesa guarda un segundo de silencio incómodo.
— Entonces, Sasha —dice la mujer de antes, con su sonrisa en forma de bisturí—, ¿te ves trabajando muchos años como… asistente?
— Claro. Hasta que una de ustedes cometa el error de subestimarme y tenga que reemplazarla —respondo sin pestañear.
Algunos sueltan una carcajada.
Otros no saben si estoy bromeando o amenazando.
Yo sí lo sé.
Sigo comiendo, con más tranquilidad. No porque la tensión haya desaparecido, sino porque yo dejé de cargarla sola.
Cuando alguien menciona una fundación “para niñas africanas pobres”, me limpio la boca con la servilleta, levanto una ceja y digo:
— Ah, qué bonito. Donar para África mientras le dan la espalda a una africana en su propia mesa. Qué ironía, ¿no?
Más silencio.
Scott me lanza una mirada rápida.
Sus labios se curvan apenas.
No se ríe… pero aprueba.
Termina la cena.
Al levantarnos, uno de los amigos de Scott se me acerca con respeto real.
— Lo que dijiste estuvo muy bien. Lo necesitaban.
— Lo sé —respondo, alzando la barbilla—. A veces hay que decir las cosas como si dolieran… para que al fin se escuchen.
Salimos del restaurante. Esta vez no me siento menos.
Esta vez no dejo que me borren.
Cuando subimos al coche, Scott se acomoda a mi lado. El silencio se instala otra vez, pero ya no es tenso. Es cómodo. Merecido.
— ¿Satisfecha? —pregunta.
— No. Pero orgullosa.
Él asiente.
— Eso es mejor.
Y mientras el coche se pierde entre las luces de la ciudad, yo… me vuelvo a encontrar.
Me despierto con la alarma de mi móvil zumbando en mis tímpanos como si fueran campanas de misa.
Estoy en Washington.
Fui a una cena con exHarvard.
Y no insulté a nadie… directamente. Bueno, sí. Pero con elegancia.
Me miro al espejo.
Ojeras, un grano nuevo en la frente y una cara de “me pasé de empoderada anoche”.
Perfecto para un desayuno ejecutivo con trajeados que no saben ni freír un huevo.
A las ocho en punto, bajo al lobby. Melanie ya está allí, como una muñeca salida de catálogo. Ni una arruga. Ni una sombra de humanidad.
— Buenos días —digo.
— Hmm —responde ella, mientras revisa su móvil como si estuviera revisando mi existencia en Google.
Scott llega poco después, traje gris, camisa negra, sin corbata. El tipo se levanta sexy. Es injusto.
— Jefe Alexander, hoy tendrá dos juntas, una a las nueve y otra a las doce —dice Melanie a Scott sin mirarme mucho.
— Entendido. ¿Antes de eso tomamos desayuno…? ¿O la productividad va en ayunas? —digo y Scott me mira.
— No sabía que venías con comedia incluida —responde, caminando hacia la puerta.
— Siempre. Pero se cobra aparte.
Melanie rueda los ojos tan fuerte que casi se caen.
El desayuno es en una sala privada del hotel. Hay ejecutivos de tres empresas diferentes. Yo solo sonrío, tomo notas, y finjo entender términos como “propuesta de absorción fiscal” y “reingeniería intercontinental”.
En un momento, Scott me pasa su móvil con una hoja de cálculo abierta.
— ¿Puedes organizar esto por prioridad para el almuerzo? —susurra.
— Claro —respondo, aunque no vine aquí a organizar nada. Yo no soy su secretaria.
Pero lo hago igual. Porque soy profesional. Y porque, en el fondo, me gusta saber que él confía en que puedo hacerlo.
Almorzamos en la terraza del hotel, con vista a media ciudad. Yo sigo con mi tabla de Excel cuando él se sienta frente a mí, dejando su móvil sobre la mesa.
— Buen trabajo esta mañana.
— Gracias, jefe.
— No te lo digo por cortesía. Me gusta como manejas el ritmo, la presencia y la firmeza. Sabes cuándo hablar y cuándo callar.
— ¿Y cuándo comer? Porque yo no he probado ni el pan.
Él sonríe, chasquea los dedos y un camarero aparece como por arte de magia.
— ¿Es así de fácil ser poderoso? —pregunto mientras recibo mi plato.
— No. Pero fingirlo lo es —responde.
Pasada la comida, vamos al último evento del día: una mesa redonda con representantes de diferentes firmas de arquitectura y urbanismo.
Melanie se queda en la recepción con una tablet y cara de Wikipedia.
Scott y yo subimos al escenario junto a otros cuatro empresarios.
Yo no debía hablar. Solo asistir.
Pero cuando uno de los representantes pregunta cómo B+H Architects está logrando adaptarse a la visión social de la arquitectura en zonas diversas, Scott se gira hacia mí.
— Mi asistente lo explicará mejor que yo.
¿Perdón?
Respiro. Me levanto. Camino al micrófono.
Y hablo.
— En nuestra empresa creemos que el diseño no debe limitarse a estructuras eficientes, sino a espacios donde cualquier persona —sin importar su ingreso, color de piel o acento— pueda sentirse digna. La arquitectura debe ser un puente, no una barrera.
Silencio.
Y luego… aplausos.
Vuelvo a sentarme con el corazón saliéndose por la boca.
Scott solo dice:
— Buen resumen.
Ya en el coche de regreso al hotel, Melanie va revisando correos. Yo sigo procesando todo.
— ¿Por qué me hiciste hablar? —pregunto en voz baja.
— Porque sabía que lo harías bien. Y porque si no te empujo… te quedas cómoda en la sombra.
— Yo no estoy en la sombra.
— No. Pero a veces te escondes.
Silencio.
— ¿Y tú, Scott? —pregunto—. ¿Nunca te escondes?
Él gira la cabeza.
Por un instante, su expresión se suaviza.
Pero no dice nada.
Después de la jornada infernal llena de ejecutivos con sonrisa falsa y palabras rebuscadas como “reestructuración operativa multinivel”, regreso a mi habitación más cansada que chofer de boda.
Me quito los tacones como si fueran grilletes. Me tiro en la cama, y cuando el techo deja de dar vueltas por la emoción del día, mi cuerpo empieza a pedirme algo: sol. Aire. Libertad.
Y luego lo recuerdo:
La piscina del hotel.
¿Y si bajo solo un rato a tomar el sol? No para nadar —Dios me libre—, pero sí para estirar las piernas y fingir que pertenezco a esta vida de lujo.
Abro mi maleta. Busco entre mis prendas algo que pueda considerar “ropa ligera de piscina” y termino eligiendo unos shorts flojos, una camiseta ancha y gafas de sol. Nada ajustado. Nada revelador.
No estoy lista para enseñar piel.
No desde que tenía 9 años y un niño con lengua venenosa me miró en la piscina de mi barrio y soltó, con risa cruel:
— “Qué vientre más grande tienes”.
Desde entonces, el agua dejó de ser un juego.
Y mi cuerpo se convirtió en una cosa que tenía que tapar.
Ocultar.
Controlar.
Llego al área de la piscina y, como era de esperarse, todo es hermoso. El agua turquesa brilla bajo el sol, hay tumbonas blancas, palmeras decorativas, y una brisa que parece salida de anuncio de crema solar.
Camino despacio, eligiendo una tumbona alejada, al fondo. Me siento. Respiro. Me pongo los audífonos y dejo que el sol me acaricie la cara. Por primera vez en el día, no estoy pensando en nada.
Hasta que escucho una voz conocida.
— Vaya, vaya…
Abro los ojos y ahí está Melanie, emergiendo del agua como si fuera una sirena de revista.
Traje de baño rojo, cuerpo escultural, cabello recogido en un moño alto y cara de “merezco una portada”.
— No sabía que bajabas a la piscina —dice con una sonrisa que no le llega ni a la frente.
— No suelo hacerlo —respondo, quitándome los audífonos.
— Se nota —agrega con voz dulce, pero afilada como cuchilla nueva.
Respiro hondo. Estoy aquí para relajarme. No para pelear.
Ella se sube al borde de la piscina, sentándose con las piernas dentro del agua, moviéndolas despacito como si estuviera grabando un comercial.
— Aunque me da curiosidad… ¿quién en su sano juicio baja a la piscina en camiseta y pantalones? —dice, estirando su sonrisa como si fuera una elástica a punto de romperse—. No estamos en una lavandería, Sasha. El sol no lava los complejos.
Holisss amorcitos.
Quiero agradecerles de antemano por estar leyendo mi libro, ver cómo pasamos de 0 lecturas a 259 lecturas es de loco!!!! Los amo muchísimo y espero de todo corazón que ustedes se entretengan con SASHA LA AVENTURERA!!!




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.