POV. SCOTT.
Toronto nos recibe con el mismo frío de siempre.
Ese aire seco que muerde los labios. Esa luz blanca que parece estéril.
Nada cambió.
Pero yo sí.
Ella baja primero. Sasha.
Lleva su abrigo ajustado, el gorro de lana ladeado, los audífonos colgando del cuello y esa mirada curiosa que no sabe si mirar al suelo o al cielo.
Melanie le sigue, con la cara perfectamente arreglada aunque haya dormido dos horas.
Yo bajo último.
No porque sea el jefe.
Sino porque necesito esos segundos de más para recomponerme. Para respirar.
Mis zapatos tocan el asfalto.
El sol apenas se asoma.
Y el aire, Dios… el aire huele a cemento, a rutina, a ese silencio que uno odia cuando regresa del caos.
Mi chofer ya está allí. Pero no en el coche negro de siempre.
No.
Esta vez le pedí un auto distinto.
— Jefe, ¿seguro que quiere manejar usted? —pregunta.
—Estoy seguro.
Me pasa las llaves sin más preguntas.
Me subo al BMW gris que elegí a propósito. Sin chofer. Sin compañía.
Cuando miro hacia la pista privada, veo cómo Sasha y Melanie se acercan al coche de empresa.
Sasha voltea un segundo, como si me buscara.
Nuestros ojos se cruzan.
Un segundo.
Solo eso.
Y en ese segundo, me pregunto:
¿Notará que me estoy alejando por miedo?
¿Sabe que necesito espacio para no hacer una locura?
¿Entiende que estoy al borde de enamorarme y no sé cómo evitarlo?
Acelero.
El coche arranca, el cristal oscuro me separa del mundo, del todo.
Y entonces pienso en lo que pasó en la noche
En su risa cuando le hablé de sus “grasas que bloquean orgasmos”.
En sus ojos cuando me contó lo del niño en la piscina.
En cómo me abrazó.
En cómo ese abrazo me sostuvo más que cualquier palabra.
Me detengo en un semáforo, la ciudad está viva, gente corriendo, oficinas encendidas, coches que no se detienen.
Pero yo sí. Yo me quedo quieto. Y cierro los ojos. Y suspiro.
Abro los ojos.
El semáforo cambia.
Sigo conduciendo.
Y por primera vez en mucho tiempo, no quiero llegar a casa.
Porque ahí me espera el duelo.
El silencio.
La foto de mi abuelo en el estudio, la copa que ya no voy a servirle.
POV. SASHA
Toronto.
Otra vez este frío cabrón.
La ciudad me recibe con una bofetada de aire helado en la cara, como si me estuviera recordando que aquí la magia no dura más de un vuelo. Ni siquiera eso.
Estoy de pie junto a Melanie, que no ha dicho ni una palabra desde que salimos del avión. Supongo que sigue cansada. O que le incomoda la cercanía entre Scott y yo. O ambas.
Scott…
Él simplemente se fue.
Literal.
Un “Adiós señorita Angono” seco y cortés, y después se subió a un coche distinto y desapareció.
Ni una explicación. Ni un “gracias por la compañía”. Ni un miserable “cuídate”.
¿Y saben qué es lo peor?
Que me dolió.
Maldita sea, me dolió como si me hubiera roto algo que ni sabía que tenía.
Subo al coche que nos espera a Melanie y a mí, y mientras avanzamos por las avenidas llenas de luces, oficinas frías y gente con cara de lunes eterno, solo puedo pensar en eso: me dolió.
Porque en ese avión, ese hombre se rio conmigo, se sinceró, me miró como si yo fuera más que una asistente.
Como si fuera… No sé, algo.
Y ahora…
Ni una mirada.
Toronto no cambió.
Pero yo sí.
—¿Estás bien? —pregunta Melanie de pronto, dejándome en shock.
—Sí —miento como una campeona olímpica.
Ella me mira.
No dice nada más.
Yo me quedo viendo por la ventana, las calles que ya conozco, los edificios grises, los taxis amarillos, todo parece igual.
Pero yo… no soy la misma Sasha que vino a Washington.
Y mucho menos la misma que subió a ese avión pensando que Scott era solo un jefe amargado con voz de locutor de radio sexy.
—No te ilusiones con él, Sasha —me digo en voz baja, solo para mí—. Ese tipo construyó muros más altos que los de Game of Thrones.
Pero qué jodidamente fácil es decirlo…
Y qué jodidamente difícil es olvidarlo.
El coche se detiene frente a mi edificio. Melanie se queda en el suyo, que está unas calles más allá.
—Descansa —me dice antes de bajarse.
Yo asiento.
Pero el descanso no existe cuando tu cabeza no se apaga.
Subo a mi piso.
Mi tíos no están en casa.
Así que me dejó caer sobre el sofá con la imagen de Scott saliendo del agua tatuada en mi mente, con la forma en que se quebró al hablar de su abuelo, con su risa… su sarcasmo… su estúpido comentario sobre mis “grasas que bloquean el clímax”.
Y lo peor es que me río sola.
Con lágrimas en los ojos, porque me enamoré sin querer, y creo que fue en ese vuelo.
No de sus músculos, no de su voz.
Sino de la forma en que me vio sin juzgarme.
Y ahora…
Me toca olvidar a alguien que ni siquiera fue mío.
~~•~~
Han pasado cinco días desde que volvimos de Washington.
Cinco.
Días.
Sin noticias de Alexander Scott.
Cinco días desde que subí a mi apartamento jurando olvidarlo.
Cinco días desde que me juré que no pensaría más en su voz, en sus ojos, en su risa ni en su abrazo.
Spoiler: fracasé.
Porque cada maldita noche he esperado un mensaje suyo.
Porque cada vez que suena mi celular, mi corazón salta como si tuviera el nombre de Alexander tatuado en las notificaciones.
Porque cada vez que lo busco con la mirada en la oficina y no está… siento un hueco.
Y no soy la única.
—¿Tampoco te contesta a ti? —me pregunta Melanie en el ascensor, de camino al despacho.
Niego con la cabeza.
—Le escribí el segundo día. Nada.
—Le escribí ayer. Tampoco. —Se muerde el labio, nerviosa—. ¿Tú crees que esté bien?
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Editado: 10.10.2025