Sanemi tenía un código de vestimenta curioso. Era demasiado recatado, para alguien con un vocablo bastante soez y directo. Sin embargo, tenía la costumbre de dejar en sus camisetas los primeros botones sin asegurar, e incluso sus poleras debían de tener cuello amplio o suelto; su razón de ello era que solo de esta manera sus hombros no se encontrarían tensionados, como casi siempre. Pero por otro lado y uno obvio y personal, se debía a que se sentía orgulloso de su cuerpo, no importaban las cicatrices que le atravesaban de arriba abajo (producto de un accidente automovilístico).
Las personas que le rodeaban estaban completamente acostumbradas a verlo de esa manera, por lo que causo impresión cuando un día llegó luciendo un abrigo cuello tortuga. Miradas clavadas sobre sí, golpeteos de bolígrafos al ser accionados, incluso se podía percibir como cierto silbato parecía querer cantar ante los resoplidos lentos del maestro de educación física.
Era claro que los más atrevidos en hablar eran dos de ellos: Uzui y Rengoku. El primero por entrometido, el segundo pecaba de inocencia curiosa.
Aclarados los puntos de que era extraño verlo así, ¡Incluso cuando no era siquiera la temporada de invierno!
Pregunta tras pregunta, amenazas tras amenazas, terminaron el platinado más alto jalando el borde de la tela y revelar una marquilla desfigurada que se levantaba bajo la piel cicatrizada. El maestro de artes no dijo nada, aparte de sonreír cual niño travieso y una inminencia de chantaje seguro.
(...) Sanemi detestaba los hematomas, porque podían mantenerse en la piel durante un largo periodo de tiempo, todo dependiendo de la dentadura y la succión proporcionada. Las cicatrices eran casi iguales, dependiendo de la profundidad, pero no eran tan vergonzosas como las "marcas de amor" que recibía por parte de Masachika.
El castaño era hombre muerto, aunque claramente esto no se cumpliría más allá de tirones de mejillas y mordidas que el albino le daría por osarse a marcarlo donde lo tenía prohibido.
Fin.
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Editado: 23.06.2020