Capítulo 7 – “El Encuentro”
Dmitri
La música termina.
Hay un silencio extraño en la pista, ese que llega cuando algo sale bien pero todos están demasiado tensos como para celebrarlo. Mirov no dice nada. Solo asiente. Yo aplaudo. Estoy tan orgulloso que me cuesta respirar.
—Eso fue impresionante —dice una voz a mi lado.
Me giro. Es un hombre que no reconozco. Alto, imponente, con chaqueta de béisbol cara y una gorra que no se ha quitado ni para entrar. Aplaude también, con entusiasmo real.
—Sí —respondo—. Lo han hecho muy bien.
El hombre sonríe, tranquilo.
—¿Eres el padre del chico?
Asiento, casi con orgullo.
—Sí. Ese es mi hijo.
Voy a decirle que Anya también es mi familia, pero el se adelanta.
—Pues esa —dice, señalando hacia Anya con orgullo— es mi hija. Hermosa, ¿verdad?
Me toma un segundo entender.
—¿Perdón?
—Anya. Es mi hija.
Lo miro. Me quedo helado.
Claire jamás me mostró una foto. Pero ahora todo encaja: el acento americano, la seguridad, la sonrisa de estrella.
Max.
Antes de que pueda reaccionar, él ya se está adelantando, acercándose a la baranda que da a la pista. Y grita con una voz que retumba en toda la sala:
—¡Muy bien, mi bollito de azúcar! —grita el hombre a mi lado— ¡Papá está muy orgulloso!
La voz truena como un disparo en el silencio posterior a la música.
Anya se gira.
Y se queda quieta.
Ni un paso. Ni una palabra. Ni una reacción de las que uno espera en estos momentos.
Solo lo mira. Fija. Como si estuviera viendo un fantasma.
Lev, a su lado, gira también la cabeza. Confundido. Busca entender de dónde vino la voz, qué significa ese apodo ridículo, y por qué Anya de pronto parece estar hecha de piedra.
Yo no puedo moverme tampoco.
Max sonríe desde las gradas como si nada fuera extraño. Como si su aparición no fuera una bomba de relojería lanzada con suavidad entre nosotros.
Y entonces Miróv camina hacia ellos, ajeno a la tensión, como un general satisfecho después de una gran batalla.
—Eso fue excelente —dice, con una sonrisa que rara vez regala—. Muy por encima de lo que esperaba hoy.
Salomé y Tiago se acercan también. Ella, elegante, incluso sincera.
—Fue brutal —admite Salomé—. Esa última elevación… wow.
Tiago asiente.
—Lo sentí. Fue real. Felicitaciones, de verdad.
Anya no responde. Solo sigue mirando a Max, como si su cuerpo no supiera cómo dejar de hacerlo.
—Gracias —murmura al fin. Casi inaudible.
—Nos vemos el lunes —anuncia Miróv, sin notar lo que se cuece bajo la superficie—. Se han ganado un descanso.
—Perfecto. Gracias —responde Anya. Automática.
Y entonces, sin previo aviso, corre.
Sale de la pista como si se le quemaran los pies. Todos la siguen con la mirada. Nadie entiende.
Excepto yo.
Y tal vez Lev, que da un paso como para ir tras ella, pero no se atreve.
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Anya
No puede ser.
No puede estar aquí.
Esa voz. Ese apodo.
“Bollito de azúcar.”
No lo escuchaba desde que tenía nueve años. Desde antes de que se fuera. Desde antes de que dejara de llamarme. De escribirme. De recordarme.
Pero ahí está. Sonriendo. Como si no hubiera pasado nada. Como si los dos últimos años no hubieran sido un agujero negro en mi pecho.
Quiero correr. Quiero gritar. Quiero volver a tener nueve años y preguntarle por qué.
Pero mi cuerpo no se mueve.
Hasta que lo hace.
Mis piernas me llevan fuera del hielo. Mis pulmones no alcanzan. El pasillo me traga y me escupe en el baño.
Cierro la puerta. Me apoyo en ella. El pecho me golpea desde dentro. No puedo respirar. No puedo pensar. El sudor me recorre la espalda como si el frío del hielo se hubiera convertido en fuego.
¿Qué hace aquí? ¿Por qué ahora? ¿Por qué así?
Me arde todo.
Me siento en el banco, como si las piernas me traicionaran de golpe. Me abrazo las rodillas.
Y entonces la puerta se abre. Salomé entra. Me ve.
—¿Estás bien?
Levanto la mirada. Intento tragarme el temblor. Fingir.
—Sí. Solo… presión de la rutina.
Ella duda, pero no insiste. Asiente, se lava las manos, se arregla el cabello en el espejo.
Yo me levanto como si nada. Como si no me estuviera deshaciendo por dentro.
Me pongo los zapatos. Me amarro con fuerza. Fuerza. Eso necesito. Falsedad también.
Tomo el teléfono del bolso. Lo desbloqueo. Los dedos me tiemblan.
Abro la conversación que juré no volver a abrir.
Papá.
Y escribo.
> “¿Por qué estás aquí?”
No lo pienso. No lo edito. No le doy contexto.
Solo envío.
Y ahí me quedo, con el celular entre las manos.
Esperando una respuesta que probablemente también me rompa.
Pero que necesito como si fuera oxígeno.
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Lev
Max habla. Mucho. Como si necesitara llenar el aire con palabras para no dejar espacio al silencio. A las verdades. A la mierda que dejó atrás.
—Tres días patinando y ya parecen una pareja de años —dice, riendo—. ¡La forma en que la levantaste! Yo sabía que mi hija tenía talento, pero eso fue de otro nivel.
Me aguanto las ganas de rodar los ojos. A su lado, Dmitri está tieso. Con las manos cruzadas. La mirada en el suelo, como conteniendo el fuego.
—Tres días —repito—. Pero la conozco desde que teníamos diez.
—¿Ah, sí? Entonces seguro sabes todo sobre ella. Siempre fue tan dramática, tan apasionada. Como su madre. Yo decía que tenía fuego en los pies, ¿sabes?
No sé cómo lo hace. Cómo puede hablar de ella como si hubiera estado ahí. Como si tuviera derecho.
—Yo pensaba que su padre había muerto —digo, sin sonreír—. Nunca te menciona.
Dmitri me lanza una mirada fulminante. No ahora. No aquí.
Max, en cambio, se ríe. Como si le hiciera gracia.
—Sí, bueno. Las cosas con Claire siempre fueron complicadas. Yo viajaba mucho. El trabajo, ya sabes. Y ella... se quedó con todo el drama. Siempre fue buena para eso.