Capitulo 9: El beso.
Anya.
El estadio era un hervidero de voces, gritos, silbidos, luces. Todo ese ruido vibraba bajo mis botas como si el suelo respirara. Yo sonreía, claro. Una sonrisa bien puesta, como el delineado que me costó veinte minutos lograr. Luci y yo habíamos conseguido dos cervezas —una para cada una— y caminábamos por las gradas como si estuviésemos en una pasarela de caos.
Lev ya estaba sentado, cómo no, con esa cara de eterno funeral. Cruzado de brazos, como si estuviera en medio de un juicio y no en un partido.
Cuando me acerqué, apenas me miró. Solo me vio de reojo y alzó una ceja al ver la lata en mi mano.
—Tú puedes beber —dijo seco, apuntando a Luci—. Tú no.
Me arrancó la cerveza antes de que siquiera la abriera. El metal frío desapareció de mis dedos como si nunca hubiera estado ahí.
—¿Qué demonios te pasa? —reclamé, entre dientes.
—Le prometí a tu madre que te cuidaría —dijo sin siquiera mirarme.
Me hervía la sangre. Todo el estadio estaba tomando. Incluso niños de catorce. Pero claro, ahí estaba él, jugando a la niñera con el ceño fruncido.
—Pues estás arruinando la noche —murmuré mientras me dejaba caer en el asiento entre él y Luci.
No me contestó. Ni un gesto, ni un bufido. Nada. Su atención volvió al partido como si yo fuera invisible.
Genial. Estaba atrapada entre una amiga hiperventilada por los uniformes y un monumento de hielo con nombre de bíblico asesino.
Pero, claro, no podía no mirarlo. No con esa mandíbula tensa, ni esas malditas pestañas largas que no eran justas para alguien con tanta mala actitud. Se notaba que le molestaba estar allí, que todo esto le parecía una pérdida de tiempo. Y sin embargo... ahí estaba.
Y cuando un tipo así se queda, a pesar de todo, lo notas.
Miré sus manos. Fuertes, quietas. No como las mías, que siempre estaban en guerra con el aire. Me pregunté si alguna vez había temblado. Si algo lo desarmaba. Si acaso se permitía sentir.
Entonces, un tipo que no conocía pasó cerca, tropezó un poco, y soltó un comentario sobre mi falda. Algo burdo, vulgar, ni siquiera gracioso. Me giré lista para contestarle, pero no hizo falta.
—Aléjate —dijo Lev.
Una sola palabra. Una sola mirada. El tipo se fue como si hubiera visto un perro grande enseñando los dientes.
No me miró a mí. No buscó agradecimiento. Solo se quedó ahí, viendo el partido. Como si no hubiera pasado nada. Como si protegerme no fuera importante.
Y eso fue peor. Porque me hizo sentir… segura. Maldita sea.
Me removí en el asiento, incómoda con el calor que se me subía al pecho. Con las ganas de girarme y gritarle algo solo para romper ese instante. Quería volver a odiarlo. A llamarlo controlador, idiota, arrogante.
Pero ahí estaba yo. Callada.
—¿Estás bien? —susurró Luci, como quien pregunta algo que ya sabe.
No respondí.
Me limité a observar a Lev, que no apartaba la mirada del hielo, como si realmente le importara el marcador. Como si no acabara de hacerme sentir algo que no quería sentir.
Segura.
Protegida.
Como si eso, en él, fuera tan natural como respirar.
Y eso me asustaba más que cualquier peligro afuera.
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Claire
La mesa estaba servida, pero apenas habíamos tocado la comida. Un par de velas encendidas lanzaban sombras largas sobre los platos intactos, mientras en alguna habitación el televisor murmuraba con el eco lejano del partido. La casa, por lo demás, parecía contener la respiración.
Llené mi copa con un poco de vino. No por gusto, sino por algo que me anclara las manos. Me senté frente a Dmitri, que tenía la espalda ligeramente encorvada, los dedos girando sin pensar el cuchillo junto al plato. La luz cálida del comedor nos envolvía en una calma ficticia. Estábamos agotados. Pero no rotos.
—No pensé que fuera a venir —murmuré, sin mirarlo, contemplando el color oscuro del vino.
Él respondió de inmediato, como si hubiera estado esperando ese hilo para aferrarse:
—¿Estás segura de que no lo llamaste?
Alcé la mirada. Dolida. No porque pensara que tenía razón, sino porque me dolía que lo dudara. Él me conocía mejor que nadie.
—¿Tú crees que yo haría eso?
Dmitri se removió en su silla, incómodo, la culpa en sus ojos antes que en su voz.
—No. Solo… no entiendo cómo supo que estaban aquí.
Suspiré. Lo cierto era que yo tampoco.
—Tal vez revisó mis correos. O mis redes. Siempre fue bueno encontrando lo que no debía.
El silencio que siguió fue espeso. Un espacio de verdades no dichas, de preguntas que dolían solo por existir.
—¿Se lo contaste todo? —preguntó Dmitri, sin mirarme.
Tardé un segundo en responder. Dejé la copa sobre el mantel y hablé sin adornos. Pero omiti que no me conté de él, ni de Lev. Por miedo.
—Le dije que le firmaba todo. La casa, las cuentas, incluso el maldito auto. Le dije que solo quería que nos dejara en paz. Que no quería nada más.
(pausa)
Y le pedí que no buscara a Anya. Que no volviera a meterse en su vida si no iba a quedarse de verdad.
—¿Y qué te dijo?
—Que no podía prometerlo. Que ella es su hija. Que tenía derecho.
Vi cómo Dmitri apretaba la servilleta como si fuera lo único que evitaba que golpeara la mesa. Su mandíbula tensa, los ojos brillando con una rabia vieja.
—Qué conveniente que recuerde eso ahora —dijo con amargura.
Asentí.
—Siempre aparece cuando hay cámaras cerca. O cuando siente que está perdiendo algo.
(susurré)
Nunca cuando más lo necesitábamos.
Dmitri bajó la mirada, y por un instante, pareció más vulnerable que nunca.
—Y ahora viene con sonrisas y promesas —dijo—. Como si tres años pudieran borrarse con un “vine por ustedes”.
Me quedé mirándolo. Lo vi tragarse el enojo, lo vi herido. Me dolía por Anya, sí. Pero también por él. Por este hombre que había criado a mi hija cuando Max eligió desaparecer.