Capitulo 11
Lev
El frío corta la piel, y yo corro.
No por deporte. No por salud.
Corro porque si me quedo quieto, exploto.
El viento me golpea en la cara. Los pulmones arden. El mundo se reduce a tres cosas: el asfalto, mi respiración, y el puto ruido que no puedo apagar en la cabeza.
Anya.
Su voz, su risa, su perfume.
Y ese maldito beso.
Ese que vi sin querer. Ese que vi sin poder dejar de mirar.
Bajo la mirada, acelero.
Mi sudadera se pega al cuerpo. El sudor no compensa el hielo. No siento las manos, ni la nariz. Me da igual.
Cuanto más me duele el cuerpo, menos pienso. Y eso es lo que quiero: no pensar.
No en su mirada cuando lo besó.
No en cómo se puso bonita esta mañana.
No en cómo usa mi sudadera como si le perteneciera.
No en cómo su voz tiembla cuando la ignoro.
Me estás ignorando, dijo.
Y sí. Claro que sí.
Porque si no la ignoro, la elijo.
Y yo no elijo como ella.
Yo no me enamoro.
Yo no siento.
Yo no soy como mamá.
No voy a necesitar a nadie.
No voy a desarmarme por una chica que juega con los afectos como si fueran ropa vieja.
Acelero más. El ritmo me destruye las rodillas. Siento la sangre golpear detrás de los ojos.
No me importa.
La veo incluso ahora. En cada sombra. En cada parpadeo.
Me gustaría que Daen venga a casa, dijo.
Y todos la escucharon. Todos sonrieron.
Yo también la escuché.
Y no dije nada. Porque si digo una sola palabra, se me cae encima todo.
(Flashback – Cumpleaños número 12 de Lev
La casa estaba decorada con globos y una mesa puesta con un mantel sencillo. Claire y Dmitri movían los últimos detalles para la fiesta.
Lev estaba sentado, serio como siempre, con los brazos cruzados.
—¿Once años y todavía usas ese gorro? —se burló Lev, mirando a Anya—. ¿Qué eres? ¿Mi pequeño pony? ¿Una bebé?
Anya lo miró, levantando una ceja mientras revisaba su camiseta.
—Cállate, no sabes nada de buen gusto.
—¿Ah, no? Bueno, tampoco sabes vestirte ni patinar —respondió él con una sonrisa torcida—. ¿Cómo se siente ser la segunda?
—Obtuviste el primer puesto porque me caí —dijo Anya, cruzándose de brazos.
Lev la miró y, con tono seco, la desafió:
—Te caíste porque estabas mirando a donde no debías, tonta. —pronunció la palabra en ruso: «дура» (dura), que significa “tonta”.
Anya lo fulminó con la mirada y, sin dudar, tomó un trozo de pastel y se lo puso en la cara a Lev.
—¡Anya! —exclamó Claire sorprendida.
Pero Lev no se quedó atrás: agarró un poco de pastel y se lo lanzó de vuelta.
—¡Lev! —gritó Dmitri.
Anya se quedó quieta, con los ojos brillosos, a punto de llorar.
Entonces Lev soltó una carcajada profunda.
Anya se rió también, aliviada.
—Te odio —le dijo ella entre risas.
—Yo también —respondió Lev, con esa sonrisa que solo aparece en momentos así.
(Fin del FLASHBACK)
¿Que me pasa?
¿Por que recuerdo ese estúpido día?
No quiero respuestas.
Corro.
Corro hasta que se me entumece el alma.
Y entonces, ahí, en el límite exacto entre el hielo y el dolor,
por fin
no siento nada.
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Dmitri
La brocha sube y baja sin ritmo en su mano.
Pintamos en silencio desde hace un rato. El rosa es más suave de lo que imaginé cuando lo trajo a casa. Pensé que lo haría por ironía, por fastidiar, pero ahora empiezo a entender que este color es otra cosa. Algo más íntimo. Más frágil.
Anya no ha dicho más de cinco palabras desde que empezamos.
La veo moverse por el cuarto con una energía ausente. Como si estuviera cumpliendo una tarea más, sin ganas. Lleva puesta la sudadera gris de Lev. Esa que no deja que nadie toque. Pero ella la lleva como si no se diera cuenta, o como si necesitara el escudo.
—¿No era que no te gustaba el rosa? —pregunto con tono ligero, intentando romper el silencio.
Una sonrisa se le escapa. Pequeña. Casi involuntaria.
No responde, pero algo en sus ojos cambia por un segundo. Como si un pensamiento la hubiera atravesado, uno que no quiso tener.
Entonces ocurre.
Se inclina demasiado, tropieza con el bote, y una línea de pintura cae directo sobre su pecho. Justo en el centro de la sudadera. Gris, algodón, imposible de limpiar.
—¡No… no, mierda! —susurra, y empieza a frotar con las manos manchadas—. ¡No puede ser! ¡No puede ser!
—Ey —digo, acercándome rápido—. No pasa nada, Anya. Es solo una sudadera.
—¡No es solo una sudadera! —revienta. Y la voz se le rompe.
Se queda inmóvil un segundo. Luego se deja caer al suelo, como si se le hubieran acabado las fuerzas de golpe.
—No es solo esto —dice, sin mirarme—. Es todo.
Me acerco más despacio, con el rodillo aún en la mano. La dejo a un lado. Me siento en el piso, a su nivel.
—Es que… —susurra— soy un desastre. Tal vez por eso mi papá no me quiere. Por eso volvió como si nada después de tres años, y ahora ni siquiera me ha escrito. Nada. Ni un mensaje. Ni una llamada. Y luego estás tú… tú pintando mi habitación, como si fueras mi papá, mientras yo lo arruino todo. Rompo tus cosas, arruino la sudadera de tu hijo, ¡arruino todo!
Se tapa el rostro. Llora en silencio.
Y a mí me cuesta tragar. Porque nunca la había visto así. No frente a mí. No tan… real.
No digo nada por un momento. Solo la dejo llorar. Y después hablo, con calma.
—Anya… vales mucho —digo, con la voz más firme de lo que esperaba—. Eres la luz de esta casa. Todo este caos que sientes, eso que tú crees que arruina todo… en realidad nos da vida. Alegría. A todos. Inclusive a Lev.
Ella alza la cabeza despacio.
Sus ojos están llenos de lágrimas, pero en ellos también hay algo más: un destello de alivio, de agradecimiento mudo. Se acerca sin pensarlo demasiado y me abraza.
—Gracias… —susurra contra mi pecho—. Cada día entiendo más por qué mamá te eligió.