Hielo y Fuego

14

Capitulo 14: Un ensayo.

Anya.

La malteada de vainilla se está derritiendo y mi popote ya no succiona nada más que aire y culpa. Estoy sentada entre Daen y Yelena, con Mateo enfrente y un par de los otros chicos del equipo de hockey que no distingo bien por el reflejo del sol.

Están hablando de no sé qué partido. Yo asiento a destiempo. Me río cuando no toca. Siento los ojos de Daen demasiado atentos. Como si esperara que hiciera algo. Como si él ya lo hubiera decidido por mí.

—¿Te vienes hoy al entrenamiento, nena? —pregunta Daen, girándose hacia mí, una sonrisa torcida colgando de sus labios.

Me atraganto un poco con la malteada.

—No puedo —respondo—. Tengo clase de expresión corporal.

—¿Clase de qué? —pregunta Yelena, alzando una ceja delineada como una espada.

—Expresión corporal. Es para patinadores. Nos prepara un coreógrafo —digo, en automático, antes de que empiece la lluvia de comentarios.

—Uy, eso suena a clase de posiciones... —dice Yelena, dejando la frase colgando en el aire con una risita aguda que los demás entienden al instante.

Ríen.

Daen no.

Me mira. Fruncido.

—Que va, no es nada de eso —me apresuro—. Es parte del programa de entrenamiento. El patinaje no es solo un deporte. Es arte. Hay que transmitir emociones, contar algo. Por eso Mirov nos mandó. Hay... tensión entre Lev y yo, y eso se nota. Así que nos toca preparar la coreografía fuera del hielo primero.

—Me dieron ganas de mirar —dice Mateo, sonriendo—. ¿Es abierto?

—No. Es cerrado —respondo, tomando lo último de mi malteada.

—¿Pero luego van al hielo, no? —salta Daen, como si el dato fuera una daga.

—No lo sé —respondo, encogiéndome de hombros—. Es la primera vez que tenemos esta clase.

—Yo vi a la otra pareja que compite contra ustedes practicar ayer. Fue justo antes de nuestro entrenamiento —dice Mateo—. Era libre. Estaban haciendo cosas locas. Literalmente volaban.

—¿No quieres que vaya? —pregunta Daen. Directo. Celoso. Los ojos fijos en mí.

—No es eso —miento.

—¡Ay, pero vamos todos! —salta Yelena, aprovechando el momento—. Así me ayudas con tu hermano. Está buenísimo. Aunque está tan frío que me da miedo acercarme.

—No es mi hermano —respondo, clavándole la mirada—. Y mejor que no te acerques.

—Pero es tu hermanastro, ¿no? —pregunta otro chico. No sé cómo se llama, pero su voz me suena siempre igual de idiota.

—No. Nuestros padres no están casados —aclaro.

—Da igual —interrumpe Daen—. Iremos. El equipo quiere verlos.

—Ok —digo. Porque decir que no sería peor. Porque ya me están observando todos como si tuviera que justificar algo.

Miro la hora en mi teléfono y mi estómago se hunde.

—¡Mierda! —me levanto de golpe—. Es tarde.

Recojo mi mochila. Mi vaso de malteada queda a medio derretir sobre la mesa. Los ojos de Daen me siguen. Y también los de Yelena, con esa sonrisita de que algo huele a problema.

Corro.

No miro atrás.

(...)

Llego con el corazón a mil. No sé si por la carrera... o por lo que estoy a punto de enfrentar.

Lev me mira como si llegara a una cita a la que él nunca pidió asistir.

—Llegas tarde —dice, apoyado en la pared con los brazos cruzados, la camiseta negra pegada al cuerpo por el calor de la sala—. ¿Perdieron la noción del tiempo entre batidos y chismes hormonales?

—Casi. Pero Yelena empezó a hablar del Kamasutra y eso aceleró las despedidas —le respondo, quitándome la chaqueta.

Sus cejas se arquean apenas.

—¿Y eso qué tiene que ver con tu clase de expresión corporal?

—Nada. Aunque alguien por ahí insinuó que la expresión corporal con vos suena más a posiciones que a patinaje.

Me lanza una mirada afilada. No se ríe. Solo me estudia, como si buscara dónde clavar la daga.

—Deberías llegar a tiempo si querés que me crea que esto es profesional.

—Y vos deberías dejar de actuar como si tenerme cerca fuera un castigo.

No responde. Solo aprieta la mandíbula, los ojos fijos en mí como si yo fuera un problema que aún no sabe cómo resolver.

---

Katia Borodin es todo lo que yo no soy: serena, elegante, inexpresiva como una estatua. Nos mira como si ya supiera de qué pie cojeamos.

—El hielo puede ser bello, sí —dice con acento marcado—. Pero la belleza sin emoción no sirve. La coreografía que harán es sobre deseo, lucha, conexión y ruptura. Necesito que se toquen como si quisieran romperse. Y que se suelten como si doliera hacerlo.

Me trago el nudo en la garganta. Miro a Lev. Él no me está mirando.

Katia pone la música. Es lenta al principio, una especie de lamento que se transforma en furia contenida. No hay letra, solo cuerdas que se tensan como nuestros cuerpos. Nos hace caminar uno hacia el otro. Sin hablar. Solo con la mirada.

—Ahora toquen al otro. No con timidez. Con necesidad —dice ella—. Como si se conocieran de antes. Como si no pudieran tocar a nadie más.

Lev extiende la mano. La pone en mi cintura. Es firme. Más firme de lo necesario.

Yo le pongo una mano en el cuello, los dedos se me tensan ahí, justo donde siento su pulso. Fuerte. Constante.

—Sigan. No frenen. No piensen.

Nos movemos. Ella nos guía con frases:
“Acércate como si lo odiaras. Ahora aléjate como si lo amaras. Gíralo. No lo mires. Míralo como si lo perdieras.”

Y nosotros obedecemos. O eso intento.

Porque en algún momento —no sé si es cuando su mano roza mi espalda baja o cuando me aprieta la muñeca al girarme— dejo de actuar. Todo lo que no puedo decirle está ahí, en cómo me aferro a su hombro. En cómo me tensa la respiración cuando me aprieta contra su pecho y mi rostro roza su cuello.

Lev me levanta en un impulso. No es parte del ejercicio, pero Katja no lo detiene. Yo tampoco.

Estamos demasiado cerca. Su respiración golpea mi mejilla. Siento el roce de su torso contra el mío. Cada músculo en su cuerpo está tenso. Cada parte del mío también.




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