—Vuelve una vez más a mi Sayumi...
Como si de una plegaria se tratase, sus palabras cargadas de esos sentimientos reprimidos durante las décadas pasadas. Sentimientos que ya no podían contenerse, desbordaron en el sonido de su voz, la cual flotó susurrante desde el mundo de los vivos, llegando a la oscuridad del inframundo. El llanto desesperado de Sayumi se detuvo al oír lo que él decía, sintiendo una calidez en su pecho que aumentaba en oleadas de calor que se dispersaron por todo su cuerpo. Fue así que la sensación de frío abandonó su alma, tiñendo sus mejillas de rosa.
La hanyō llevó sus manos a su pecho, sonriendo. En el otro lado la lluvia seguía cayendo en la fría noche e Irasue se acercó a ella mientras se quitaba la piedra Meidō poniéndola en el pálido y frágil cuello de su ahijada. En el instante que la piedra tocó el inerte cuerpo comenzó a desprender una brillante luz azulada en forma de ondas, que se fueron incrementando rápidamente hasta terminar estallando en un aura de brillos chispeantes. Al mismo tiempo en el inframundo Sayumi se vio iluminada en destellos que iban desapareciendo lentamente dejando otra vez el sitio a oscuras.
Antes de despertar completamente sus oídos captaron los latidos de su corazón que iban incrementando sus pulsaciones, su piel que antes era pálida volvía a tornarse con color, entonces abrió sus ojos. Encontrándose viva otra vez y curiosamente, era una sensación nueva, que experimentaba por primera vez en años, ya que se había sentido muerta por dentro desde el preciso instante en que su compromiso se rompió. Parpadeó varias veces antes de poder acostumbrarse a la claridad. Entonces el característico rojo intenso de sus iris se cruzó con la dorada mirada de Sesshōmaru, quién terminó apartando la vista recuperando su habitual seriedad justo cuando ella extendía su mano para tocarlo.
Se fue incorporando lentamente, apoyando las palmas de las manos a los costados de su cuerpo quedando sentada. Después de lo que le había pasado en las cuevas rescatando a InuYasha, seguía sintiendo dolor punzante recorriendo su ser, como si miles de espinas atravesaran su carne repetidamente. Se abrazó a sí misma notando que su ropa estaba empapada, pegándose a su piel. Al estar en pie, le hizo una profunda y respetuosa reverencia a Irasue. Está la observó de abajo hacia arriba con el ceño ligeramente fruncido a la vez que hacía un gesto de negación se giró, comentando a caminar hacia una de las puertas. Entonces se detuvo diciéndole a Sayumi que en su antigua habitación podía tomar un baño y cambiarse de prendas. La diosa perro continuó el rumbo hacia sus aposentos, el tanto Sesshōmaru miró en dirección a Jaken y Rin indicando con un movimiento de cabeza que los ambos lo sugieran.
La joven hanyō quedó completamente sola, después de un momento sonrió y sus ojos se iluminaron, aún podía sentir cariño en sus palabras. Obedeciendo a la diosa perro se dirigió a la habitación de su niñez, al atravesar la puerta vió todo tal cuál lo había dejado al partir. En el cuarto de baño se metió a una tina de agua caliente, ya que por debajo del palacio corrían aguas termales que pasaban por túneles que la llevaban a los diferentes baños. Dejó la ropa mojada a un lado y tomó un rápido baño. Al salir envuelta en una toalla eligió vestirse con uno de los antiguos kimonos que Sesshōmaru le había obsequiado en el pasado pero nunca había podido usar. Era de seda, negro como la noche y estrellado, con flores de higanbana del color de la sangre, sujetado por un obi color púrpura oscuro.
Decidió hacerse un semi recogido en su cabello que siempre había sido largo hasta los tobillos; lo dividió en dos tomando solo la parte superior, trenzándola, dejando largos mechones sueltos en la nuca. Al terminar la ató en el extremo con una fina y pequeña cinta negra, para luego enrollarla sobre sí misma. Con una mano sostenía el cabello, con la otra buscaba unos kanzashi dorados que en sus extremos tienen forma de higanbana. Colocó cuatro, uno a cada lado sujetando el rollo; las de arriba tenían una pequeña cadena en las que colgaba de ellas la flor, mientras que en las dos de abajo estaban prendidas a ellas. Tenía las blancas a la derecha y las rojas a la izquierda. En sus párpados comenzaron a distinguirse franjas corales, y con sus dedos se pasó pintura rojiza por los labios.
Mientras tanto Irazue suspiraba al contemplar la lluvia desde uno de los grandes ventanales de sus aposentos. Sus pensamientos vagaban en torno a lo acontecido, nunca se imaginó que su hijo le pediría que la salvara. También si él o ella podrían perdonar a su ahijada. Al tratarse de Sayumi siempre había estado algo desconcertada, nunca terminaba de entenderla. Por lo general los humanos la aburrían o no le interesaban en lo más mínimo, pero la hanyō había logrado reconocimiento ante sus ojos; por eso de cierta forma se había sentido traicionada, la había criado como a la hija que no tuvo. Su partida la dejó abandonada en un palacio que volvía a ser silencioso y solitario, provocando melancolía.
En otra habitación Sesshōmaru hablaba con Jaken y Rin.
—¿Por qué están aquí?— preguntó.
—Lo vimos salir de la casa de la señora Kagome... Estábamos preocupados por usted.
Le contestó Rin tímidamente, con las mejillas sonrojadas, bajando la mirada. Sesshōmaru la miró, sintiendo que lo hacía por primera vez, en ese momento entendió que había comenzado a verla cómo a una mujer desde hacía poco tiempo y que sus sentimientos por ella habían cambiado. Pero después de reencontrarse con Sayumi ya no estaba seguro de tener un futuro con Rin a su lado. Cruzó por su mente el pensamiento de que si la pequeña humana sería capaz de traicionar su confianza cómo lo había hecho su ex prometida. Sus ojos se cruzaron cuando la muchacha levantó la mirada y le sonrió cálidamente. «La Rin que conozco, no es de esa forma...», pensó dando fin a tales pensamientos.