ARIADNA.
—¿Wyatt? —toco la puerta de su habitación, pero dudo que me haya conseguido escuchar bajo aquella estruendosa y ridículamente alta música. Rack City llena cada rincón del segundo y parte del primer piso.
Frunzo el ceño molesta, le doy un último golpe a la puerta, antes de voltear e irme dando grandes zancadas hasta llegar a los escalones, donde me tomo mi tiempo para bajar. Doy un pequeño salto, saltándome el último escalón. Me detengo en medio de la sala de estar y doy una mirada a mi alrededor, toda la mansión está sumida en un aburrido silencio —dejando por lado la música bulliciosa de Wyatt— no se escucha absolutamente nada. Papá si no me equívoco está en las oficinas principales, que está en el centro de New York, y mi madre... Todo mi cuerpo se estremece. No sé dónde está y a decir verdad tampoco quiero saber. Sé que estoy siendo una completa cobarde, han pasado tres días desde que tuvimos aquella conversación y desde que sé toda la verdad; es como si hubiera entrado en una extraña depresión. No he querido verla, tampoco hablar con ella.
La vergüenza que me recorre cada vez que recuerdo todo lo que dije, lo que hice, es tal que siempre término hecho un mar de lágrimas. Así que por el momento he decidido posponer nuestro encuentro. Es lo mejor.
Desganada, arrastro mis pantuflas hasta pasar el umbral que lleva al amplio —y demasiado elegante— comedor. Me detengo por un momento en media estancia; altos estantes de vidrio llenos de toda clase de vinos, por no mencionar la larga mesa rectangular con un impoluto mantel blanco con delgados y detallados bordados dorados. Suspiro, aparto la mirada y sigo mi camino hasta toparme con las puertas deslizables que llevan a la cocina. Ignorando el cuchilleo de las chismosas sirvientas, así como sus expresiones sorprendidas, camino hasta la moderna nevera; de donde tomo jugo de naranja recién exprimido, el cual dejo en la encimera y busco un vaso de vidrio en alguno de los estantes.
Todas me observan como si me hubiese crecido tres cabezas, cinco cuernos y tal vez unas diez colas. Me aguanto el poner los ojos en blanco.
—¡S-Señorita! —se acerca una de las cuatro sirvientas. Una castaña un poco rellenita de facciones suaves—. Debió de pedirle que alguna de nosotras le sirvieramos. Por favor, déjeme...
—¿Me tienen miedo? —pregunto curiosa. Llevo el vaso a mis labios, dándole un buen trago a ese delicioso jugo de naranja, les doy una rápida mirada por encima del vaso. Las cuatro no dejan de retorcerse las manos con cierto nerviosismo. Enarco una de mis cejas—. ¿Tan terrorífica soy?
—¡N-No a usted no! Es... —se detiene abruptamente y empieza a sonrojarse con tal fuerza que me deja bastante sorprendida—. Si n-nos disculpa, señorita.
Y las cuatro antes de darme tiempo de preguntar «¿a quién se referían?», salen como alma que lleva el diablo. Me encojo de hombros, dejo el vaso semi vacío en la encimera y empiezo a buscar algo para comer. Dado que todas las sirvientas se fueron y la persona que se encarga de preparar nuestras comidas por el momento está ausente; ya que tiene un problema familiar, según dice una nota que está pegada en la nevera, supongo que no me queda de otra que prepararme algo. Yo no es que no sepa cocinar, es que la cocina no es apta para mis cualidades culinarias.
—¿No deberías de estar en la Universidad?
—¡Mierda! —salto asustada. Con el corazón acelerado, me giro encontrándome con la fea cara de mi hermano—. Joder, Wyatt. ¿Cuál es tu maldito problema?
—¿Perdón? —sonríe con una falsa inocencia que no hace sino ganarse un gruñido de mi parte. Refunfuñada empiezo a sacar las cosas necesarias para unos sándwiches.
—Mi pequeña y falsa rubia, ¿Sabes cuánto te quiero, verdad?
Enarco una ceja, entrecierro los ojos y observo por encima del hombro con sospecha a mi querido hermano; el cual enrolla sus musculosos brazos en torno a mi cintura y apoya su barbilla —la cual tiene una barba de unos cuantos días— en mi hombro. Me muevo al sentir cosquillas, pero Wyatt no me suelta.
—Quieres que te prepare uno, ¿no es así? ¡Entonces quítate!
—No uno, ¿tal vez unos tres ?—sonríe con lo que otras dirían; “encantadoramente”, pero como sería muy bizarro de mi parte sólo diré que es un engreído.
—Sí, sí... —pongo los ojos en blanco y escondo la sonrisa que inevitablemente se formó en la comisuras de mis labios—. Ya quítate, pesado.
Mi hermano suelta una ronca carcajada, obviamente no prestando atención a mi falso tono molesto. De reojo lo observo tomar asiento en los altos bancos que están alrededor del desayunador de mármol y toma sin mirar adentro el mismo vaso en el que estaba bebiendo jugo de naranja. De inmediato hace un mueca. Río entre dientes y me tomo el tiempo para hacer los sándwiches.
—Oye... —gruño al sentir un jalón de mi cabello. Wyatt sonríe de lado y se aparta rápidamente cuando traté de pegarle.
—¿Qué quieres? —mascullo ya harta. Me volteo con ambos brazos cruzados a la altura del pecho, levanto una ceja al verlo sin camisa y sólo con unos pantalones deportivos que le quedan un poco flojos; lo que provoca que le caiga un poco más abajo de la cintura—. ¿No tienes ropa que ponerte? Pareces un actor porno.