La joven deidad era siempre el centro de atención en la procesión; en cuanto aparecía, la gente empezaba a murmurar su título con asombro: «La Santa, la Santa...». Todos los años, era escoltada por la guardia real en una carroza blanca, con atavíos dorados y flores de tonos claros, tirada por seis caballos albos. Vestía de manera elegante y pura, de color níveo, con el pelo y el cuello adornado de joyas azules.
Pero Bonnie se había cansado de la atención, de la reverencia y el culto que le dirigían. Se sentía enferma, abrumada por la ansiedad de saber que todos querían algo de ella. Todos los años la paseaban por los mismos lugares, y todos los años acudían las mismas personas a venerarla. Se sentía abrumada por los vítores de quienes la idolatraban, y le angustiaba salir del templo, incluso aunque solo fuera una vez al año.
«Todos los años olvido esta sensación —pensó—, tal vez a esto se refería Talfryn. Tenía razón, salir de este lugar no es algo que una Santa como yo deba hacer. Incluso si es con Ealar, no podría soportar la presión de los creyentes».
El arzobispo vio como Bonnie había bajado la mirada, y su sonrisa había desaparecido. Tocó levemente la carroza para que el sonido hiciera reaccionar a la Santa, pero ella estaba demasiado enfrascada en sus pensamientos.
«¿Y si realmente soy la peor de todas las Santas? ¿Y si no asciendo como Diosa? ¿De verdad merezco toda esta adoración? ¿En qué momento yo he hecho algo por ellos? —recordó unas viejas palabras de Talfryn, de cuando ella tan solo tenía once años—. "Incluso si vives el resto de tu vida en este templo, estás destinada a algo mucho mayor. Algún día morirás y nacerás como Diosa, entonces tu verdadera misión habrá comenzado"; pero, ¿cómo un mortal como él puede saber cuál es mi misión? ¿Acaso no debería yo sentir mi poder divino y para lo que fui destinada?».
—Su Santidad, escúcheme. —El arzobispo tenía por costumbre usar honoríficos cuando se encontraban en público—. Enderece la espalda y sonría, estamos a punto de llegar. El templo está a dos calles. Esta noche le prepararé medicina pero, por favor, manténgase digna el día de hoy.
Bonnie se dio cuenta de que estaba empezando a escuchar con dificultad, pero asintió y volvió a su posición inicial. Los minutos se convertían en horas, y cada vez podía aguantar menos la compostura.
Llegaron al templo a las doce del mediodía. Los ciudadanos empezaban a aglomerarse en el exterior de la Iglesia mientras la carroza llegaba a la puerta. Bonnie tomó la mano de Talfryn e intentó disimular su cansancio y la ansiedad que la estaba rodeando.
«En breves momento todo habrá terminado y podré volver a mi vida habitual».
La capilla era un espacio sobrecogedor, con los techos altos decorados con frescos ornamentados y estatuas de los Dioses más importantes. Situada en el centro, una figura de mármol representaba a la Diosa Atia. La luz del sol que entraba por las ventanas iluminaba las vidrieras y bañaba la sala con un arco iris de vivos colores. El suelo de mármol estaba pulido hasta el brillo y la luz que entraba por las vidrieras hacía que la capilla resplandeciera con una belleza majestuosa. Las flores colocadas al rededor del lugar, lo convertían en un lugar idílico, como si hubieran entrado en el propio Paraíso. Se hizo el silencio en la sala y todas las miradas se dirigieron al portón.
Miró hacia un lado y pudo ver como la familia real ya estaba acomodada en uno de los palcos, junto al resto de familias nobles importantes. En los bancos inferiores, aristócratas y empresarios ricos la miraban mientras cuchicheaban sobre su belleza celestial.
Su mirada se entrecruzó con la de Ealar. No había olvidado su promesa. Contaba los minutos para que la ceremonia terminara y pudiera reunirse con él. Era muy diferente a la relación que tenía con Talfryn, al cual veía como una autoridad inquebrantable, y a la que tenía con Mona, la cual siempre medía sus palabras frente a ella.
La Santa subió al presbiterio y se colocó al lado de la sede, donde se encontraba sentado el Papa. Él era el oficiador. Miró a Bonnie con una sonrisa e inclinó su cabeza a modo de saludo.
«El respeto que le tengo al Papa es tan diferente al que le tengo a Talfryn. Mi corazón está con él pero, ¿acaso no es el Papa más humano y bondadoso? Si él hubiera sido mi mentor... ¿Cómo habría sido mi vida? ¿Podría haber salido de la Santa Sede? ¡No! ¿Qué pensamientos son esos, Bonnie? Apenas has podido sobrellevar el peso de la cabalgata y ya estás pensando estupideces. —Miró al príncipe—. Pero... tan solo quería pasar tiempo junto a Ealar. ¿Qué ocurriría si le pidiera que me acompañara unos días en el templo? ¿Acaso está permitido algo así?».
El hombre a su lado se levantó y empezó a oficiar la ceremonia. El papel de la Santa era sencillo. Primero leería unas palabras del Libro Santo, del testamento según la Santa Inasis, Diosa del Tiempo, una de las fieles compañeras de la Diosa Atia; y después bendecería a todos los presentes tocando su frente.
Al final de la mañana, Bonnie no tenía apenas fuerzas para llegar al invernadero a encontrarse con Ealar. Repartir su poder divino entre tantas personas era agotador. Año tras año olvidaba la inevitable sensación de cansancio que sentía al terminar.
—Su Santidad, quería despedirme antes de marcharme.
El Papa la paró en medio del pasillo. Se encontraban a solas.
—¿Se va tan pronto este año?
—Soy un hombre viejo pero con muchas tareas. Con suerte, si el próximo año sigo vivo, podré pasar con usted un poco más de tiempo. Es una lástima no poder estar el día de su cumpleaños completo, aún recuerdo cuando tan solo era una niña y me llamaba por mi nombre... Oh, me pondré a llorar si sigo recordando los viejos tiempos. Permítame obsequiarla con esto, es un regalo por su maryoría de edad. Creo que entre todas las personas, usted es la que debe portarlo.
El Papa habría traído consigo un pequeño paquete blanco, atado con una cinta de satén rojo. Bonnie lo sostuvo entre sus manos durante un momento, miró al hombre a los ojos esperando que le diera su aprovación para abrirlo en aquel mismo momento. Era el único regalo que había recibido. Desató la cinta y abrió la caja. Dentro había un colgante de oro, con un intrincado diseño de rosas y espinas, y en el centro una gran piedra preciosa amarilla.