En el templo había un gran comedor reservado solo para los altos cargos de la Iglesia. Cuando tenían visita, este se llenaba de arzobispos y cardenales importantes, pero de normal, se convertía en un espacio en el que Bonnie y Talfryn podían conversar fácilmente.
Era una gran sala, con paredes adornadas por majestuosas pinturas y las ventanas estaban esculpidas con figuras religiosas por todo su alrededor. El techo era inmenso y de él colgaban tres grandes lámparas de araña doradas, que por las noches, iluminaban la estancia con más de cien velas. La mesa de mármol pulido era el centro de la sala, rodeada por sillas ornamentadas, de terciopelo rojo.
Bonnie estaba sentada en una de estas, frente al arzobispo. Había mantenido su mirada fija en el desayuno, sin probar bocado. Talfryn la llevaba observando unos minutos, pero la chica ni siquiera se había percatado. Completamente inundada en sus pensamientos, no había contestado a la última pregunta que le había realizado el arzobispo.
Talfryn, cansado de que lo ignoraran, dio un pequeño golpe a la mesa que retumbó por las paredes. La Santa salió rápidamente de su trance, como si acabara de despertar.
—Mis disculpas, no he dormido como cabiera esperar esta noche.
El arzobispo se sorprendió, Bonnie no era una persona que trasnochara porque sí, solía mantener sus horarios muy rigurosos, incluso cuando se trataba de ir al invernadero.
—¿Algo te ha mantenido despierta?
—El libro que me regaló. De hecho, si no le molesta, me gustaría hablar de él, contarle mis pensamientos. ¿Podría?
—Por supuesto, para eso te lo regalé.
—Era especialmente interesante. Leyéndolo he comprendido varias cosas que no puedo sacar de mi cabeza. Conozco las religiones y su historia, pero nunca había llegado a leer realmente sobre ellas. Ninguna niega al resto de Dioses, la diferencia entre ellas es a quién veneran. Es decir, las guerras santas no tienen que ver con creencias sino con poder. Tantas muertes se podrían haber evitado... Y los herejes... Asesinos de oscuro corazón, pero, ¿realmente somos tan diferentes de ellos cuando por el simple hecho de adorar a otro Dios provocó nuestra ira? ¿Cuántos fueron degollados por rezarle a Gelios, o a Brena, en lugar de a Atia.
«Esta niña no ha entendido nada, ¿qué es ese razonamiento tan absurdo? ¿Por qué seríamos iguales a esos blasfemos que lo único que buscan es hacer el mal?».
—¿Acaso estás comparándonos con los herejes? ¿No hay tres religiones oficiales en nuestro mundo? Que tengamos poder no nos convierte en malvados. Controlamos la religión porque alguien ha de hacerlo, ¿o acaso es una obligación venir a orar? Mira las personas que asisten a la procesión solo por verte. Eres su esperanza. Nosotros no empezamos la guerra, pero la terminamos, porque nuestra Diosa murió y ascendió por nosotros, para gobernarnos desde el más allá, así que nosotros tomamos la autoridad y gobernamos desde la tierra.
—¿Pero qué ocurre con aquellos que no quieren procesar esta religión o las otras dos permitidas? ¿De verdad merecen que sus cabezas se separen de su cuerpo en las plazas de las ciudades?
«¿Cómo sabe eso?».
—No comprendes la naturaleza de los herejes. No podemos tener compasión. Los herejes destruyeron ciudades incluso en tiempos de paz. La muerte es un castigo terrenal para acompañarlos a que sean juzgados por los Dioses. En tiempos de guerras muchas cosas que no llegamos a comprender sucedieron, pero todas tuvieron un motivo.
«Aún es muy pronto para que entienda cómo funciona la guerra, cómo se formó la Iglesia y cómo mantiene su poder. Hay que tomar decisiones difíciles en ocasiones. Todo mal es por un bien mayor».
—¿Cuál motivo es suficiente como para convertir la muerte en un espectáculo? Mínimo deberíamos ofrecerles perecer de manera digna, bajo sus propios mandatos, no en públicos, guillotinados. Si pudiera hablar con el Papa y contarle...
Un golpe en la mesa detuvo sus palabras.
—¡Hablar con el Papa! Con el consejo querrás decir. Ni siquiera conoces el funcionamiento de nuestra Iglesia. Todos los arzobispos nos reunimos y tomamos las decisiones pertinentes para que los herejes se mantengan alejados de nosotros. ¿Estás diciendo que mis ideas están equivocadas? ¿Acaso no te he criado bien?
—No... No quería decir eso...
Talfryn suspiró.
—No debería haberte alzado la voz, pero tan solo eres una niña, incluso tras haber cumplido la mayoría de edad. Reconozco mi culpa por haber mantenido tus ojos vendados, lo hice por tu seguridad... No creo que llegues a imaginarte todo lo que he hecho con tal de que nada te pasara. Los herejes son una fuerza tan grande que podría compararse con la Iglesia, ni siquiera la familia real tiene tantos efectivos. El día que decidan iniciar una guerra, nuestro país caerá en desgracia. Probablemente no lo han hecho aún por tu presencia. ¿Entiendes lo que significa eso? Eres lo único que los detiene.
—¿Qué está tratando de decirme?
—Desearía no tener jamás que hablarte de esto, pero es hora de que lo sepas. Tu agenda va a expandirse, incluso si estás junto a mí has de saber a lo que te vas a enfrentar. No puedes confiar en nadie, en nadie digo. Han habido varios ataques hacia este templo, con el objetivo de tomar tu vida. Incluso ayer conseguimos detener uno. Si algo te pasara... No sabría qué hacer. Bonnie, eres todo lo que tengo, como si fueras sangre de mi sangre.
La Santa se había quedado paralizada. Siempre había temido un poco el exterior, pese a la curiosidad que tenía por él, porque sabía de su naturaleza malvada, pero jamás había imaginado que este podía activarse contra ella.
—Todos estos ataques fueron obras de herejes. Sus corazones les sirven a Dioses malvados, a los que llamamos oscuros, como a Zuxlotl, Dios de la Tortura, o a Gelios, Dios del Abismo. Si vieras lo que son capaces de hacer... Para ellos esta religión es una amenaza, quieren sumir el mundo en un caos constante, sin líderes, con ciudadanos expuestos a todo tipo de actos. ¿Comprendes la magnitud de la que hablo? Mantenerte aquí dentro no es algo que haga porque quiera, realmente necesito mantenerte a salvo.